Entregado como estaba a feroces indagaciones nasales (malditos pelos, pellejito esquivo, inasible moco), no he caído en la cuenta de que hemos rebasado el meridiano 10º. Un meridiano, límite entre dos gajos del globo terráqueo, que así, desgajados de la bola, se proyectan sobre la inmensidad del éter y trazan límites sobre la bóveda celeste. De qué forma tan tonta -si el espacio es curvado- acabo de hacer finito el universo, uno solo, pero diverso. Qué manera banal de destruir las instrucciones de don Enrique, aquel catedrático barbado y embutido en una trenka roja a cuadros, que dedicó todo un año lectivo a hablarnos de Bolzano y su teorema, sin la menor escapatoria. Con lo que de paso destruyó mi futuro como ingeniero, no ya por falta de estímulo, más bien por escasez de derivadas e integrales. Hace años habría trabajado para Tyrrell y hoy estaría contando las horas de mi jubilación en McLaren, con lo que de paso habría podido decirle cuatro cosas ("cositas", como se dice ahora desde los telediarios) a Fernando Alonso, a Ross Brawn, a Niquelito (mecánico de Montoya), a Arturo Merzario y al mismo César.
De don Enrique a esta parte he podido comprobar que lo que contaba Bernard Bolzano en su brillante, confuso, ejemplar y arriesgado "Paradojas del infinito" tenía mucho sentido. Lo único malo es que llego tarde, como siempre. Leed y se os quitará la tos.
Con el meridiano se ha quedado también atrás la influencia magnética de Alfred Queen y Michael Kings. El primero dictaminó que El Quijote no es una novela, y su teoría fue robada con malas artes por don Lázaro, insigne y ya muerto. No sé si El Quijote es o no una novela, por cierto, pero vuelvo a leerlo, y a lo mejor es eso todo lo que hacía falta, junto a leer en letras, y no en números, lo que contaba Bolzano. "Eso es filosofía pero no matemáticas", me dice por ahí en otro libro un señor venezolano. Michael (Kings) me descubrió antes de tiempo la importancia del lenguaje no verbal, y para eso tampoco tenemos ya tiempo, porque todo lo que no ha sido dicho, ya sea escrito o rasgado en el aire, carece ya de importancia. Uno y otro, Queen y Kings (vaya elenco, si no eres monárquico), se empeñaron, a lo largo de tercas operaciones sucesivas, en hacer de mí una criatura de provecho, en modelar mi personalidad, en procurarme un patrimonio, en enseñarme a conducir y también en quitarme la novia, cuando yo no tenía novia. Ambos reunían los requisitos y el tesón, de haberla tenido, porque yo seguía perplejo e inoperante a cualquier efecto, incapaz de superar lo de don Enrique y su obsesión por el teorema de Bolzano. De hecho me quedé así, y así continúo.
¿A qué venía todo esto? Sí, ya sé: al teorema de Bolzano. No: a que hemos dejado atrás el meridiano 10º. No es que importe demasiado, y no porque tengamos cerca otros meridianos y quién
sabe si algún paralelo que cruzar. No importa porque el tiempo todo lo sella. El infinito es una porción de tiempo, y yo soy un membrillo.
Las paradojas del infinito son una cosa, el número Pi otra muy distinta. Uno puede construirse una cama de renio y tecnecio, pongamos por caso, y aspirar con ello a dormir sobre lo más elegante, ligero y tenaz del globo, pero eso no nos protege de los ires y venires de la materia, de la trascendencia de las almas, el vigor de la tierra o la permanencia del mal. Un tal Harrison perdió el juicio determinando la latitud; en la disputa ganó Newton, que es famoso por lo de la manzana y debiera serlo por su cara, dura como el pedernal. Maldito mentiroso. ¡Honor al relojero! Bolzano no intervino en esto, menos mal.
Vaya horas. Ahora que caigo, se me ha olvidado relataros lo de mi encuentro con la alquimia, solve et coagula, azufre contra mercurio, así que eso tendrá que ser otro día.
En el próximo capítulo:
¿Me queda bien así? .
© Jorge Silva 2006
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