Me lo he saltado, lo de narrar el contenido del sueño, pero sí puedo decir que todos hemos despertado a la vez, y reanudado nuestras actividades, vicisitudes y desvelos como si nada hubiera pasado. Una diferencia esencial, que no hemos advertido hasta mucho después: con las velas hinchadas y el mástil telescópico rayando el cielo, el barco navegaba inclinado, aproado a babor, lujoso, veloz y crujiente como sólo puede estarlo un barco que no sea un cruasán. Laurita seguía diciendo "cómeme", pero nadie se ha dado cuenta, excepto Ginebra, el alter ego de Néstor y yo.
El agua subía con brío a la cubierta, donde hacía espuma con el agente desengrasante. Dicho así parece cosa de nada. Sólo al mirar atrás, donde de nuevo quedaron el Estrecho y sus jurisdicciones, pudimos comprobar el lío que puede ocasionar en el mar un simple bote de un producto con alto poder desengrasante. Si digo lo que vi -lo que vimos- pensaréis que miento en exceso. Pero yo sé lo que vi y plugo a la bóveda celeste albergarlo: una alta algarabía de espumas encendidas, con delfines negros saltando a un lado y otro sobre ellas. Cierto día confundí un flamenco con una corneja y me cayó un severo rapapolvo de autoridades ornitológicas que tengo cerca. No pienso ahora asegurar tampoco que aquéllos fueran delfines, pero afirmo que saltaban, que eran como peces, y negros, y que la estela de espuma de colores era entre espectacular y alarmante. No digo más: el GPS dejó de funcionar (tampoco es noticia: llevaba funcionando sólo cinco minutos, que no es mucho tiempo). Lo primero que pensó Ginebra es que los satélites del orbe habían desplazado su atención en ese momento a una estela espesa, más propia de submarinos nucleares en racimo ofensivo que de parcas chalupas al albur del viento.
Tras la tempestad de espuma, la calma de las preguntas, una resaca sin respuestas. Había olvidado contaros que soy proveedor de los servicios secretos de algunos países africanos. Del centro de África, para más detalle. Bueno, algunos países de esos que digo están al Este y al Oeste. Hace tiempo que no tienen noticias mías, así que supongo que me han dado de baja en la nómina. Todo lo hacía por fax, al fin y al cabo. Yo me limitaba a contarles en lenguaje cifrado qué color de vestido suponía yo que llevaría la marquesa de Mondéjar en tal o cual fiesta. Mientras la cosa funcionó, no me fue mal. Ahora bien, desde que desaparecí de la escena he notado un silencio, una frialdad. Igual ya no trabajo para ellos. Un poco como si colaboras en tal revista y de repente ya no, y no sabes por qué. Pues lo mismo. Una desazón, un mal estómago, algo indeterminado pero desagradable, algo así como lo contrario de un reconocimiento o un halago. ¿Una patada en la boca? No, creo que más bien una patada en la sien, en el mismo oído interno.
Ha sido un trayecto largo. Al término del cual el agua ha cambiado de temperatura, y de densidad. Una gran desembocadura, no cabe otra -me he dicho. Tampoco me lo he dicho, así, palabra por palabra. Sólo lo he pensado, de esa manera difusa en que se piensan las cosas. Esa forma difusa en que se advierten, por otro lado, los detalles. La mácula, ese foso diminuto donde reposan las certezas visuales. El otro día Irene me ha abierto los ojos acerca de una cosa que tiene que ver con la vista, mira tú por dónde (adviértase el juego de palabras, de lo contrario no merece la pena continuar). Con su estilo peninsular ("entre tú y yo se tiende un istmo"), me ha relatado cómo los oftalmólogos y otros expertos en ojos desprecian casi el conjunto de la retina a favor de una pequeña porción de ésta, donde se recogen con precisión, enfoque perfecto y todo detalle, las cosas que el ojo ve. Insiste en su relato: "sólo vemos una pequeña porción de la realidad: el resto es pura memoria, memoria cerebral". Pues vaya. El descubrimiento me deja mal. Y compruebo que es verdad. Irene tiene razón: no consigo ver más allá de una pequeña porción del fotograma. Es como en el cine: cuanto más grande es la pantalla, más difícil es percibir a la vez todo lo que sucede en ella.
Me resisto a la teoría de una visión de conjunto. Pero sí: vemos aproximadamente. También pensamos un poco al tresbolillo. Si veníamos a toda mecha, gracias al viento y a los dos pistones y medio que le quedan vivos al Simca, y de repente el barco se empanza, es que el agua ha cambiado de temperatura. Ahora tiene más adherencia, más resistencia al avance. Lo uno por lo otro: esto no tiene frenos.
Por el camino se nos han ocurrido a todos más cosas, pero no voy a reseñarlas, por el respeto que me imponen las personas que las inspiraron. Y eso de ahí es Sanlúcar. Una desembocadura. O sea que la temperatura y densidad del agua no son las mismas. ¿Lo ves, melón? En el próximo capítulo:
Desembarco
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© Jorge Silva 2005
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