Estaba un día en Orense y me fui a dar una vuelta con el Simca Rallye para comprobar su atractivo natural, indiferente a las modas, armonioso con el entorno. Ya se sabe, un clásico, una aparición tan alarmante en lo estético como esas «cosas» de Lladró. Debo decirlo: tengo un maravilloso Simca Rallye que compré a través de un anuncio en una revista de carreristas. Lo lógico: el coche está como muerto, las ruedas le caen grandes, se le rompe todo, petardea sin causa aparente, y lo peor es que ya van cuatro veces que me para la policía para saber qué hago yo con ese coche por la calle, sin matrícula reglamentaria, sin ITV, sin apenas nada. «Pero por el amor de Dios», he contestado ya otras tantas veces. El resto de la frase no necesita ser entrecomillada, por más que se preste a las más variadas ejecuciones.
Cuando me hallaba en Cintruénigo, bonitas vistas, el coche prorrumpió en distintas y sucesivas pedorretas que desembocaron en lo que parecía un cólico miserere a la altura del motor. ¿A que altura? No me preguntéis, pues nada sé. Bueno, sí sé que el alternador estaba manchado de aceite, que un borne de la batería estaba flojo y que todo en el motor, y cuando digo todo me refiero a todo, estaba cubierto por una nube aún gaseosa de pequeñas partículas negras.
Galopó aún el coche unas millas náuticas hacia el Oeste, pero ahí, en un lugar de la nada de cuyo nombre no tengo la menor idea, el Simca Rallye enmudeció, como si dejara de existir. En realidad se quedó en coma un rato, lo justo para que una grúa local se lo llevara a buen recaudo. Claro que el cuartel de invierno, de forma para mí inexplicable y al día de hoy no explicada aún, estaba a setecientos kilómetros de allí, luego de visitar algunas provincias. Creo que estoy en Sant Pere Pescador, el único lugar donde cabe celebrar una desembocadura menor y donde es posible que un vasco de Donostia monte un restaurante. Lo he buscado y no lo encuentro, pero sé que existe, o existió; el restaurante, digo.
Y aquí sigo, esperando una pieza cuyo nombre no había oído jamás, y eso que he desmontado varios coches en mi vida. La pieza no va a llegar al buen tuntún, de la noche a la mañana, procedente de una central logística europea. Como se trata de un favor, y eso se sabe cómo empieza pero no cuándo se acaba, más vale que vaya recogiendo mis cosas del hotel Aristos y me instale en una pensión a la que he echado ya el ojo. Seguiremos informando.
En el próximo capítulo: ¿Es esto la felicidad?
Pienso escribir un capítulo casi todos los días, con la confianza probablemente inocente de que los arriesgados hombres (y mujer) del km77.com decidan publicarlo. Perdonadme, pero mi asquerosa voz me echó a patadas de la radio. Y necesito contaros este viaje. ¿Podría convertirse la historia de mi Simca Rallye en un culebrón hertziano (ahorrémonos el chascarrillo, por fácil)?
Nota del director
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