Había en Cádiz una leyenda que decía: No
más. Lo contrario de plus ultra, para decirlo en latín.
Las buenas gentes de Cádiz, tacita de plata, estaban
hasta el gorro cuando pergeñaron tal cosa. Lo estarán
aún más hoy, después de perder una buena
parte de los astilleros. Desde 1812 han pasado varias cosas.
Entre otras, que una parte de la Puntilla, en el El Puerto de
Santa María, se llama «Puerto Sherry». La
sabiduría popular bautizó ese aparcamiento de
barcos como «puerto churri». Hay también
famosas disputas a propósito de las casetas de la playa
Victoria, sustanciosas por igual las que sostienen la propiedad
por vía aristocrática, y las que alientan su demolición
por eso mismo. Allí seguirían las casetas de bañistas,
inmunes a la discusión, si no se las hubiera llevado
una tempestad. Que una tempestad se las llevó por delante.
El desacuerdo que reina en Cádiz es inofensivo, fértil
y perfectamente exportable al resto del reino. Como las doradas
y las lubinas del estero, que ya se exportan. Hay una especie
de desaliento colectivo, pero el aire final siempre sopla
en la misma dirección, desde la profundidad íntima
de la tráquea: ohú.
En nuestra breve estancia aquí, hemos averiguado cosas
curiosas sobre Cádiz, pero no la situación exacta
de la Plaza del Tío la Tiza, jeroglífico como
pocos. Está en la Viña, o en las Viñas,
que casi tanto da, pero no da lo mismo en qué bar vayamos
a encargar una caballa a la brasa, porque no es igual. Entre
otras cosas que sí hemos desentrañado: por qué
en toda la provincia se tiene la impresión de que los
nacidos en Cádiz capital son maricones. La culpa es
de Felipe II, que no era nada tonto, ni estudió con
la ESO. En uno de los viajes al Nuevo Mundo, además
de prohibir que embarcara cualquier cosa parecida a un abogado,
Felipe II trató de desplazar hacia Cádiz, para
su embarque, a toda la chusma de Castilla y Extremadura. Entre
la chusma iban putas, registradores de la propiedad, ajedrecistas,
pederastas, gentes de teatro, levantadores de peso, dibujantes,
foniatras, notarios, gimnastas y todo lo que se coló
por el estercolero de la definición, y de la difamación.
Como con el Santo Oficio.
Resultó que sí: entre los embarcados a la fuerza
había trapecistas de moral dudosa, anarquistas confesos,
registradores, ladrones sin honor, sátrapas desquiciados
y mendigos, muchos mendigos. Y muchos enfermos sin cura. El
plan era terrible. Tenía algo bueno en la intención:
la ausencia de abogados.
El plan de aniquilación y destierro se fue a tomar
por el culo a causa del hombre del tiempo. Como entonces no
había hombre (ni mujer) del tiempo, Felipe II no estuvo
al tanto de lo que se avecinaba. Ni sus más sobrios
asesores, entre la gente del mar, supieron advertirle. Una
tempestad tremenda asoló de buenas a primeras las costas
de Cádiz, inundando puertos y venciendo naves. Llenos
como estaban ya de escoria, los barcos que España mandaba
a América, o a donde Cristo perdió el mechero,
naufragaron en el mismo puerto. Los que se salvaron y consiguieron
escapar de la confusión se quedaron a vivir en Cádiz.
Entre ellos, muchos ladrones, muchas putas, comerciantes,
maricones, cocineros, quirománticos, titiriteros y
registradores de la propiedad. Ningún abogado. El Arte
se quedó en Cádiz para siempre. Y la habilidad
para el Comercio.
Se navega por la bahía de Cádiz con cuidado.
Lo mismo tropiezas con un tiburón de once metros que
pescas a un pensionista en huelga de hambre. No es por estropear
la fauna, pero los camarones, los langostinos, urtas, ortiguillas,
pargos, doradas y acedías siguen siendo soberbios.
Y las playas, y los búnqueres de la costa atlántica,
que se llenan de agua con la marea, con lo que animan los
juegos infantiles y complican la siesta de los mayores.
Qué tiempos. Siempre nos miraremos Cádiz y
yo con nostalgia. Vendito presente. No sé por qué
digo eso, si lo mejor tal vez esté en el futuro, en
el reencuentro. Venga Dios y ejerza, resucitemos.
Lo que veo es Matalascañas, y no es Indianápolis
porque no veo coches. Tampoco consigo analizar las imágenes
–por otra parte de dominio público-, porque un
mosquito terco, canalla y gilipollas me está devorando.
Acaba de picarme ya tres veces, e insiste. Siete embestidas
más adelante, le he hecho frente con el igualizador.
Ya no hay mosquito.
El gas tóxico del igualizador se ha esfumado, pero
a cambio llegan de Oriente dos nubes más. De mosquitos.
Mosquitos asesinos. Y gente, mucha gente, toda la que estaba
sobrando en Benidorm. Víctimas posibles del famoso
mosquito depredador de la zona. El que avisa no es traidor.
En el próximo capítulo:
Hombres al agua.
© Jorge Silva 2006
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