Sé que nada me reprocharéis si os confieso una larga incertidumbre, que arrastro desde la infancia, y de ahí lo de larga, la incertidumbre. Otra cosa es lo ancha que pueda ser, y eso lo dejo a vuestro criterio. La inquietud en cuestión es la siguiente. Siendo el mar un lugar de sociabilidad, no debiera extrañarnos que uno pueda encontrarse en mitad de una borrasca con alguien conocido; pero nos extraña. Siendo el mar tan enorme, y comprender eso está al alcance de cualquiera, no es raro que turbamultas completas arrojen en él sus desechos con la esperanza de no volver a verlos nunca. Craso error, pues la mierda no sólo flota sino que vuelve siempre, declaración que cedo sin el menor canon a Greenpeace, a condición de que no comercien con ella, ni con las focas, ni con ballenas, ni con la Pepsi Cola, ni con la pensión de mi padre. ¿Habrá de encontrarse un día cualquiera Borja con aquel excrementito que depositó en el océano, hace un porrón de años, mientras papá y mamá lo llevaban de crucero por el Índico y por Esnupi? No me diréis que la cosa no da para hacerse preguntas. ¿Qué porcentaje de porquería hay en cada buchito de agua de mar que tragamos accidentalmente, ora en el baño, ora en el naufragio, o en el ahogamiento? Piénsalo sólo un momento. Ahogado: ¿es agua todo lo que bebes?
Me he dejado la nuca en superar estas incógnitas, si por superarlas entendemos olvidar lo de la caca. Al fin y al cabo esto es la mar, que es la mar de grande, y la probabilidad estadística y la estadística distributiva nos favorecen, por angustiosos que pudieran ser los temores. Navegamos y navegamos hasta que de pronto surge una sorpresa. Otra. El mar parece lleno de sorpresas, pero no es el mar mismo, ni las sorpresas por sí mismas: estamos girando a estribor lentamente, copiando la línea de costa, y eso nos lleva a estos encuentros. Si viráramos a babor terminaríamos en plena Berbería, y eso a lo mejor es más exótico pero también más imprevisible.
De frente, como la vio un día el Cautivo, una “disformísima y alta montaña, no tan junto al mar que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente”. Como esto vuelve a estar otra vez lleno de barcas rotas y abandonadas, he tenido para mí que es una parte escarpada de la costa de Vélez Málaga, refugio de navegantes que huyen y reniegan del bogar a remo, o están exhaustos, o ambas cosas. Una vez allí, qué íbamos a hacer sino encargar a crédito unos espetones de sardinas, cañas de Moriles, tortas de Santa Inés, tinto de verano y aceitunas al peso. La tierra que forzó nuestra marcha nos acoge de nuevo “¡Campari!”, se oyó un grito ahogado al fondo, bajo las tablas perforadas, no sé si desde la cocina, el vomitorio, el solario o la sala de máquinas.
Vamos a hacer algunos arreglos. La tripulación aflorará a su criterio, adjudicaré cometidos como capitán que soy (ya echaremos la cuenta de cuántos somos) y un día de estos nos haremos de nuevo a la mar, en cuantito los vientos nos sean favorables. Mientras tanto vamos a saborear la pitanza que al abrigo de esta circunstancia se nos regala: tomates templados abiertos en dos y salados, higos chumbos sin sus espinas, néctar de uvas pasas, tortas de aceite, boqueroncillos fritos en racimo, limones ácidos con piñones y pimientos de Morón… Cuando he ido a firmar la cuenta, el maestro de fogones se ha negado a admitir mi promesa, así que mediando un par de conferencias telefónicas, cinco faxes y varias consultas por internet la deuda ha quedado resuelta bien a favor del mesonero. Una de dos: o hemos estado varios días comiendo todos gratis, o Hermenegildo Tornos, titular del chiringuito, acaba de hacerse sin esfuerzo alguno con un veinte por ciento de Frío Glacial, una división de nuestro grupo de empresas que acabamos de poner en marcha.
Hemos sabido casi al mismo tiempo, por misivas y hasta por anónimos sin firma que nos llegan a la oficina de Correos, que Frío Glacial lleva operando varios meses por su cuenta, sin supervisión alguna. En concreto ha abierto pistas de patinaje por los cinco continentes, bajo la marca “Parad-Ice”, y harto después hemos sabido también que las empresas resultantes han caído por su cuenta y riesgo en la quiebra. Su presumible hundimiento ha podido forzar una hélice de aspiración de consecuencias desconocidas. Un efecto en cadena. Cabe la posibilidad de que estemos arruinados. Cabe también lo contrario, pero eso no importa, pues los arreglos previstos se han cumplido y el barco está como nuevo, listo para volver a enfrentarse a los rigores del hemisferio norte.
La superioridad que me concede el mando que yo mismo me he otorgado me autoriza a que zarpemos, que es lo que vamos a hacer ahora mismo. No hay olas pero sí buen viento. Creo que vamos a probar el velamen, que es como decir que vamos a inaugurar una nueva técnica de navegación a vela, gracias a tejidos innovadores que hemos diseñado y a un mástil telescópico que lo mismo y tanto empuja naves de transporte como adorna embarcaciones de recreo.
En el próximo capítulo: Qué estrecho
© Jorge Silva 2004. |