Ayer nos llamó por teléfono Luismi y el mismísimo Luis Miguel Vitoria, en carne mortal, ha venido hasta aquí para presenciar la cosa. Ahí hay evento, me dijo por el auricular muy convencido. Yo no he puesto reparos en que venga, marino de la marinería como es él y preocupado como ha estado todo este tiempo al otro lado de la línea por la recuperación de las piezas necesarias y la resurrección del Simca. Proamericano como pocos, incluso más que Aznar, jinete mestizo del progreso mecánico y buen conversador en catalán, tanto como Aznar y también en la intimidad, Luismi lleva de mala gana que las cajas vengan firmadas por Chrysler ¿Acaso es demasiado joven para entender por qué, o excesivamente distraído para acatar sin objeción que antes incluso de Graciliano Villaverde era territorio yanqui? Líbreme la cordura del relato de entrar en detalles. Lo único cierto es que Luismi ha venido en balde, si lo que pretendía era presenciar una botadura.
No tiene dos sino tres quillas. Es un trimarán. La proa rompe el Mediterráneo con garra, aunque si reparamos en que no hay una ni dos sino tres proas, el roto es de mucha mayor consideración. Estamos hablando en sentido figurado, estamos proyectando nuestros deseos más íntimos en forma de balbuceos triunfalistas, porque navegar, lo que es navegar, nuestro barco aún no ha navegado. No ha tocado el agua, para ser más exactos.
Pero le queda un periquete. Tan pronto como Andrés deje caer la última tabla (¡blam! acaba de dejarla caer), y clave esa tabla al resto de las tablas, el trabajo podrá darse por concluido. Podríamos meterle un despido procedentísimo por cuatro duros, pero esta mañana he envuelto el pan en una página del estatuto de los trabajadores y me da reparo. Andrés es como un hijo, aunque yo tenga seis años menos que él. Qué majo el carpintero (le doy una colleja, él no rechista: me pertenece).
Esta mañana me pareció que el Simca olía mal. Serán impresiones mías. Como nadie lo atiende, y yo ya sabéis que estoy tan atareado, hasta cabe la posibilidad de que este coche tenga gangrena. Voy a dedicarle la tarde: aunque me muera en ello, voy a rehabilitarlo. Dicho lo cual más vale ponerse en la viñeta siguiente, en la que el Simca Rallye aparece de nuevo inmaculado y sonriente, porque para describir todo el proceso con pelos y señales no tenemos sitio. No lo tenía Quino cuando dibujó al hermano de Mafalda como un homínido salvaje, bruto y a medio peinar, y en la siguiente viñeta niquelado. Valga la analogía, sea o no por prudencia.
Perdonad, en todo caso, que interfiera con mis cuitas en el normal relato de cómo el barco ha sido terminado. En todo lo alto le hemos puesto una bandera de Murcia. No es ni más ni menos afortunada que una bandera de la Unión Europea, de Canadá o de Kuala Lumpur. Tiene colores, es de una tela fuerte y representa hoy y aquí nuestra identidad con una causa y nuestro compromiso de defenderla, sin por ello vernos compelidos a excesos de ninguna clase. Economía de esfuerzos. Vamos a llevarnos bien.
Esto pide a gritos un símil taurino, pero no me sale un símil taurino, y eso que llevo en ello varias semanas. Siendo castellano recio como yo soy, esto puede interpretarse sin más como un nuevo rasgo de ignorancia, pero allá cada cual. Quien esté libre de pecado y esté dispuesto al quite más extremo, que pruebe a exigir con petulancia sindicalista, pero ya, una declaración paralela en un punto de venta de la franquicia «Agencia Tributaria». Juan Manuel Pichardo ha introducido aquí la tauromaquia, y no seré yo quien resuelva a qué puede conducir todo lo demás.
Andrés ha puesto una escota por aquí y un cabo por allá. Nace el barco. Habrá botadura con doble infarto, pirueta y adorno; van a pasar muchas cosas, seguro. Pero siendo ésto muy principal, lo más importante se deriva de otro acontecimiento. Casual, a lo tonto, como quien no quiere la cosa, doy una patada sale petróleo, mira que yo iba cuando de repente. Un tropiezo. Un hecho nimio, si se quiere.
Contado el episodio puede parecer una búsqueda, pero lo que parece tal cosa no es más que un hallazgo fortuito, y como tal no se ajusta para nada al rigor necesario. Pero ocurrió. Estábamos esta mañana en un ejercicio táctico, aireando ora el suelo de cultivo ora la tierra de labor, que en mi pueblo se dice orear, cuando de repente un rastrillo se ha enganchado en algo. El algo no ha salido a flote así como así, pero certifico que el rastrillo como tal es un difunto de hierro (válgame el Cielo, otra vez el Simca). Tras no poco forcejeo ha aparecido lo que parece la llave de un cofre, y qué otra llave de cofre cabe buscar por este cuadrante. Ajá, la llave. Quien la tenga, y lanzando miasmas sobre mí mismo y a mi interior me pregunto enloquecido «¿quién la tiene ahora, eh?»; quien la tenga, decía, podrá ejercer tanta influencia como el dueño de la llave del reloj de ese ignoto ayuntamiento, que es como decir el interruptor del tiempo. Iiiieeeeeeep. ¿A que pongo el Ampurdán como una peonza y aterrizamos en otro siglo? Diré aún más: ¿a que abro el cofre (si lo encuentro)?
En el próximo capítulo: equilibrio isósceles
© Jorge Silva 2003. |