Acaba de llegarme un telegrama al bar de Santi, el amigo de Nazario por el que supe que aquí había un restaurante vasco, que por cierto ya no está, o no lo encuentro. Querréis saber qué dice el telegrama, quién lo remite y conocer otros detalles, pero antes tengo que precisar lo siguiente: me ha venido mal y me ha causado muchas molestias y pesares recibirlo en el bar de Santi, cuando yo hubiera preferido que me lo entregaran en mi residencia actual, «Los rosales» (magnífica pensión cuyo único defecto es que si te acostumbras a tu cama eres hombre muerto, jinete descabalgado o, por mejor decir, hombre descamado, porque la dueña te la cambia por otra). Pero no iba a estar allí casi ni un minuto en todo el día y después de todo ha sido mejor que el telegrama llegara en una moto amarilla al bar de Santi, un hombre de negocios que en realidad no sabe un pimiento de negocios, además de no estar llamado al camino de la hostelería, pero recibe bien los telegramas, sobre todo si vienen en moto. Pero cuidado si la moto no es amarilla. Cierto día, un cartero irlandés tuvo que tomar el camino de vuelta, se cree que hasta Dublín centro, porque a Santi se le atravesó su moto verde. Que le digo yo a usted que no se lo recojo, y que no se lo recogió.
Ya va. El telegrama contenía una noticia, qué digo una noticia: un notición. Mientras lo abría, Irene, trémula, aplicaba el electrodo al alicatado de la cocina, por si acaso, mientras fantaseaba entre dientes con no sé qué ideas de electrocución. Empieza a preocuparme esta chica, no tanto por la posibilidad de que ande incubando la intención de suicidarse por su propia mano, como por el temor de que esté buscando la manera de soldarme, por ejemplo, una manivela en la cabeza, o unos grilletes. Qué tonterías: por qué habría de hacer semejante cosa, si aún no sabe que me marcharé pronto para no volver.
Lo que decía el telegrama no me cabe hoy aquí, pero ahí va una rápida sinopsis, pues no quiero parecer desleal ni tengo intención de acostumbrarme a las malas artes. En síntesis, el telegrama me advertía sobre una realidad cruda: la pieza ya-no-se-fa-bri-ca. Menuda noticia: no nos queda otra que buscar un buen artesano, o eso me parece a mí a bote pronto. Eso no será difícil en un lugar de vacaciones como este, donde sin duda han venido a recalar cientos de artesanos, principalmente holandeses de gafa gruesa y pequeña, deseosos de que alguien compre un Simca Rallye, decida darse con él un paseíto, etcétera, etcétera, etcétera. Segunda noticia, el verdadero notición: ya he encontrado un buen artesano. Se llama Andrés y es carpintero de ribera, pero eso ni importa ni viene al caso. Con tal de que averigüemos si la aleación con que está hecha la pieza existe realmente, la cosa es pan comido.
En el próximo capítulo: No puede ser cierto |