A causa del vino, Miguelín ha exagerado acerca de sus propias capacidades, ha perdido la cuenta de los riesgos y se ha precipitado al mar. Mira que se lo hemos dicho: no es el momento, ni estás en condiciones, de que te pongas a hacer de ángel guardián en la proa, como si fuéramos en el Titanic. Todo inútil. Después de unos cuantos desencuentros con la gravedad y el equilibrio, Miguelín se ha ido por la borda. No hemos sabido más de él. El barco se niega a obedecer las órdenes de nadie, comido como está por el rencor.
Todos hemos vomitado unas horas más tarde al pasar de nuevo por el Estrecho, hoy con galerna y cara de pocas bromas. Pero el barco lo hace todo, no hay más que sujetarse y cantar alguna chorradita que se nos venga a las mientes, al único efecto de evitar ventoseos de pánico. El alma del Simca y el piloto automático hacen maravillas.
BBS se ha amoratado, sin duda de tanto hablar con Duncan, de tanto preguntar. Y el marsupial se lo ha comido. O acaso ha sido Bermudo quien se ha fagocitado a Duncan. Uno u otro está ahí, o ambos recombinados, como le sucedió al científico de «La mosca». Mala cara, en todo caso, sea quien sea el ser resultante, bien que mirado por el lado bueno este suceso abrevia la demografía, que ya es algo. Ya hablaremos luego de eso, que ahora tengo que referiros un par de acontecimientos sin par.
Pues estaba yo en estas cavilaciones, cuando de repente el barco se ha ido a la playa y ha vuelto a embarrancar. Otra vez todos a tierra, o casi todos, pues sigo sin saber cuántos somos. Lo único que me consta es que las reservas de vino, anchoas y pimientos en su jugo decrecen de manera alarmante. ¿De dónde sale ésta? Ginebra se ha puesto un tanga escandaloso, como si quisiera decir al mundo "ya me he librado de la hernia inguinal", y Laurita, una ninfa no menos escandalosa que se disputan Irene, Ginebra y alguno más, ha hecho lo propio, que no sabría deciros qué es, pero con pareo.
Sagrado instinto el de esta muchacha. Cuando hemos logrado darnos cuenta de la situación, to-dos en la playa llevaban un pareo. De distintos colores, texturas, tamaños. El universo hecho pareo. Pieza ridícula, sin la menor duda. Pintoresca población la de esta playa, recoleta hasta nuestra llegada, poblada y ruidosa desde entonces. No sé yo, pero me parece que estamos cerca de Guadalmina. Así que habrá que atravesar otra vez el Estrecho, si queremos navegar con rumbo Oeste, cuando se pueda.
Papá, pásame el toroide -ha exclamado un muchachito de no más de diez o doce rubicundos años. Papá se ha desprendido del flotador homologado, marca Rainbow, y se lo ha lanzado con sospechosa gracia al alevín. El diminuto teléfono portátil con dama que encabezaba la comitiva (compuesta por un racimo de rubitos y rubitas más, un venerable abuelito vestido de almirante, y a la cola dos mucamas sumisas y desorientadas) se ha deshecho en explicaciones abundantes e innecesarias, de las que aquí haremos una brevísima sinopsis. Dijo, en resumen, sin abandonar la conversación telefónica: Oye, qué gracia, qué amor le tienen al flota, y eso que llevan ya dos cursillos single, tres cursos sssenior y tres masters de natación en USA. Nadan completo, estoy abrumada toda. Sí, el flota, te decía. Sí, es ideal. Es por el efecto que hace, ¿sabes? Como es un Rainbow de Stingrod se lo disputan. Tenemos más, no sé cuántos (cada uno cuesta una barbaridad), y aún otros distintos en leasing, pero sólo traemos uno, y así se estimulan en la competitividad. Es super-super divertido. El papi es uno más. ¡Es tan niño! ¿Sabes? Espera, que otra vez mi suegro. Papá, no mire tanto al horizonte, que va a volver a hacerse pipí. Por favor, oye. Me voy a hacer ahora mismo las uñas y un estiramiento de pómulos al néctar de bacardí, así que te dejo. Chao, chao, chaíto, adiós, adiós, adiós ¡Oye tú [ha dicho dirigiéndose a una de las auxiliares de su bienestar], a ver si puedes caminar un poco más erguigida, querida, y no te hagas otra vez la remolona, que Pilonchi se ha vuelto a manchar la braguita. Si no sabes cambiarla, que te ayude tu amiga. Ay, cómo se llamaba. Es que con esos nombres tan graciosos que tenéis. Si no es mucho, no le pongas un dodotis Premium, que los normales de mercadona super-absorben una barbaridad.
Papi, que es como un niño más, acaba de hacerse una brecha de tres palmos en la cresta, tras perseguir la dichosa rosquilla hinchable y dar de najas contra la barquichuela de un centro de buceo de bajo perfil. De oreja a oreja. Como poco le caerá la del tétanos. Qué rictus: parece un modelo "top" haciendo un anuncio de Médicos sin fronteras. Gratis, como si fuera un ejecutivo de pepsi-cola. A lo mejor lo es. No digo gratis, ni un anuncio, digo que a lo mejor es un ejecutivo de pepsi-cola. Por si los réditos, que no por la caridad descarnada, nos hemos abalanzado sobre él para inspeccionar si conservaba algo de vida, en el preciso instante en que el menor de los vástagos, con ayuda de otros dos, echaba arena de la playa sobre la herida de papá. Por la cara que pueda poner, he supuesto. Ah, ssssíiiiiiii, es por la cara que pueda poner el amigo. Hay que ver cómo se ríen estos niños. Hi del mismo diablo. Son distintos a otros seres vivos que he conocido hasta en eso, en el motivo de sus risas.
Se ha dado la mala suerte de que el dispensario de la playa, que no es de Health Management Internacional sino que depende de la extinta Casa de Socorro de Cártama y es atendido por monjitas en su mayoría octonegarias, está ubicado en un quinto piso. Podría decirse que tiene ascensor, pero el acceso a éste está cerrado con llave (cerradura Paterson, inútil manipular) y sólo permanece a disposición de las monjitas, que de todos modos se mueven sólo lo justo.
Me ahorro también relatar en qué estado ha llegado este padre de familia al centro de salud del quinto C; no lo digo así porque esto caiga muy en el centro de nada ni porque haya la menor garantía de salud para nadie, sino porque me ha salido solo. La sangre de nuestro amigo corría como la de un toro. O tiene reservas desconocidas para nosotros (ya decía yo que esos niños eran muy raros), o está dispuesto a mantener el tipo hasta el último momento, cuando ya exangüe se anime a dar un grito de adhesión, de repulsa, de confesión o del estilo al que su ánimo le lleve. Como además de ascensor tampoco hay sala de espera, la hermana Anestesia (no es premeditado ni debe mover a jocosidad que sea ella, precisamente, la responsable de neutralizar centros nerviosos y administrar los opiáceos) lo ha conducido con diligencia y cariño a la terraza. Terraza que no tiene barandilla ni apenas techo, por lo que buscar un jirón de sombra tiene su miga, cuando más ensangrentado y confuso. Llamados a relatar escaseces, la hermana Anestesia tampoco tiene ya apenas tino ni vista, ni el oído del todo bueno, pero sí juicio bastante para calibrar dosis, encontrar venas y leer en los alientos cualquier atisbo de vida, resto de deseo o síntoma de cianosis, a falta también de los dos buenos ojos que disfrutó más de media vida.
Como Adolfo Federico, el ejecutivo de pepsi-cola, permanecía aferrado al flotador Rainbow, lo hemos persuadido para que lo utilizara como asiento, a falta de silla y a la vista de un buen número de otros vendados, sangrantes, llorosos, pálidos, ojiextraviados y dolientes. Lo que al principio pareció confort mermado, tratándose de él, mudó de pronto a espléndido lecho de postración, tratándose de cualquiera. Hasta le mejoró el semblante. Demasiada sonrisa para un enfermo, pensé yo, viendo cómo el herido se estiraba y cogía postura. Me preocupaba algo, pero como nadie más parecía preocupado, no hice nada. Justo cuando conseguía yo atar los cabos, la estabilidad cilíndrica del Rainbow Stingrod se descompuso por fin. Liquidado todo resto de equilibrio, los ojos de Adolfo Federico se abrieron como huevos de paloma.
La altura es una magnitud fría, objetiva, indiferente, ni buena ni mala. Pero cuando uno cae desde un quinto piso, con o sin flotador Rainbow, la altura se convierte en un mal aliado, o por mejor decir en una contrariedad más bien grave.
En el próximo capítulo:
Con su gran poder desengrasante .
© Jorge Silva 2005
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