Tan pronto como dimos en Punta Candor y se nos embarrancó
el barco (no queríamos llegar allí, ni a ninguna
otra parte: embarrancar de nuevo fue casualidad), nada más
entrar en el primer bar de los varios que allí mismo
había, BBS fue provisto con una mordaza personal. No
hubo que atarle las manos para eso: tenía la garganta
tan seca que yacía voluntariamente inmóvil a
cambio de un trago de agua. Le valía igualmente la
manzanilla de Sanlúcar.
El camino hasta la Venta Nava fue largo, pesado, lleno de
obstáculos y heridas, rigurosamente distribuidas entre
lo que hasta allí se asomó de la tripulación.
Irene se hizo polvo un peroné y varios de nosotros
nos desollamos salientes diversos del cuerpo mientras transportábamos
trabajosamente la silla de Bermudo Balza. Éste iba
acostado, simulando un sufrimiento atroz y pasándose
frenéticamente una gasa por la frente; de reojo miraba
no obstante el curso del asunto, dispuesto sin duda a descabalgarse
y correr como un cervatillo loco hacia el grifo de vermú
más cercano.
La comitiva era dantesca, pero también ridícula.
De un tercio de la tripulación visible se había
apoderado un sentimentalismo popurrí: lo de mitad soldado
y mitad monje es una simplificación. Rodaban cuesta
arriba vistosos ejemplares de cantautor, caminante montañero,
catequista, sherpa, agrimensor desmedido, político
ecologista, etcétera. Ninguno sabía qué
perseguía exactamente (salvo BBS), cuando lo que de
verdad cabía perseguir era regresar cuanto antes a
la embarcación, ponerla en el agua, comprobar los daños,
repararlos y aprovechar el viento de Levante.
Pero no: ya que habíamos llegado hasta allí,
había que conocer el lugar, entablar contacto con sus
gentes, intercambiar con ellos banderines, hacer fotos y vídeos,
quedar para otro día y demás. El ideal viajero.
Uno tiene a cien metros de sí, todo el santo día,
a todo el repertorio posible de seres humanos, pero tiende
siempre a buscarlos en otra parte. A veces incluso en el otro
hemisferio, en el quinto pino, que parece ser lo que da sentido
al ideal viajero propiamente dicho. No lo digo yo, lo han
dicho otros: hay una pincelada de xenofobia en buscar novedades
mientras se viaja. ¿Acaso uno espera encontrar a seres
distintos? Los seres distintos son los que se comen: el cerdo,
la merluza, el pollo, la vaca, el esturión, la oveja
o los calamares. A menos que uno sea caníbal, no hay
seres distintos que buscar por ninguna parte de lo conocido
entre los bípedos como nosotros.
Sea como fuere, allí estábamos todo el regimiento,
trepando por una peñas de mal pronóstico, en
busca de no sabíamos qué. Alguien me sopló
en la oreja que íbamos a la Venta Nava, refugio conocido
del chaval de La Garrofa. El grosor de nuestro tumulto me
impidió hablar con él y despejar si era verdad
lo de los chorizos de jabalí al vinagre, los chocos
fritos y las aceitunas con queso. Me quedé con la impresión
de que en la Venta Nava había un perfume predominante
de fresas, y la temperatura ideal para cenar a la intemperie,
y eso me dio fuerzas para seguir trepando como un imbécil.
Esa tarde (porque eso pasó hace un par de días)
noté por primera vez que nuestro equipo empezaba a
disgregarse.
En el próximo capítulo:
Chacinas a bordo
© Jorge Silva 2005
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