¿Dónde nos habíamos quedado? Ya sé: estamos esperando una pieza. Pero acaba de pasar un Ferrari inmaculado por delante de mis ojos. Circulaba muy despacio, exhibiendo el cántico cuadrúpedo de un V8. Cabronazo. No es que esté pensando en levantarle a ese pobre pecador su coche: ni iba a ser posible, ni yo iba a tener presencia de ánimo para tal cosa, y si fuera posible y yo capaz ya surgiría algún inconveniente por el camino capaz de empeorar la situación. La situación actual es la que es: dejémosla al menos como está (ver chiste de Lourdes). No es un enlace, es una broma estúpida.
Pero la visión del Ferrari ha actuado sobre nuestro ánimo (a mi lado había un camarero licenciado, más bien un licenciado en no recuerdo qué que trabaja poniendo cafés) como trabajan otros estímulos visuales sobre las glándulas salivales, los jugos gástricos o la próstata. Qué ganas de un coche. Claro que si me ahorro el importe de una semana de pensión (ya tengo pensión, y patrona, y ajuar) tal vez sea capaz de alquilar para dos días... un Corsa, un Fiesta, un Ibiza o cosa así. No es el plan. No hemos venido hasta aquí para esto.
El mar está lleno, azul y viscoso. El borde, pues esto no es en rigor una playa, es redondo y sin remedio. Cuando entras en el mar te hundes hasta la garganta. Piedras, pedruscos y piedrecitas de todo pelaje y tamaño te acarician los pies antes y después del baño. En el fondo cabe que la felicidad sea esto: como comer unos mejillones recién fallecidos en el centro mismo de una ría gallega. Qué ganas de unos mejillones (iremos para allá en cuanto resucite el Simca). Pero no son unos mejillones, sino un coche, lo único que podría acercarme a la cama en un periquete. Y no así, que no veo a nadie a quien pedir por favor que me lleve, y ya me imagino echando el bofe por el camino de vuelta, que en realidad es una carretera... para coches. No me hagáis caso: me había quedado dormido y estoy un poco gilipollas.
En el próximo capítulo: la pastorcilla
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