Aquí, seguro, sigue faltando una tuerca. Y si tiene que ser de titanio, vamos mal pero que muy mal orientados. No vamos del todo mal en cuanto a nuestra concepción del desfallecimiento. Estamos agotados, deshidratados, inanes, casi muertos, pero seguimos pensando que sujetar de este modo una sombrilla agonizante, con gran esfuerzo físico y grave entorpecimiento de nuestras tareas creativas (el barco no termina de cuajar, ni siquiera sobre el papel) es en el fondo una nimiedad. Espíritu positivo, llaman a eso. La botella medio llena antes que la medio vacía y ese estilo de cosas. Como si ese exceso de televisión nos llevara a otra cosa que perder la misma cantidad de ánimo, y las mismas energías, que cuando uno está preso de graves padecimientos y sospechas, sólo que sin el desahogo de maldecir algo por el camino.
Es bueno desahogarse. Siempre a costa de romper cosas, claro. No hay nada más elegante que resolver una frustración rompiendo algo. Mejor si es un objeto «nuestro», casi sin que importe demasiado en ese momento si le profesamos algún aprecio: es un modo muy fino y considerado de canalizar la afrenta en forma de suicidio, antes que como agresión a otros. Porque esto último nunca: si uno no ha sabido resolver en el campo de batalla sus diferencias suele tratar de hacerlo en la retaguardia. Y si el campo de combate del colegio o la cocina nos parecieran acaso los adecuados, tal vez es que estamos abocados a proyectar siempre nuestra ira sobre otros más débiles, enemigos tan fáciles como toro entre sol y sombra. Entonces es que el cerebro de uno ha recibido un tratamiento análogo al que se aplica sobre un hígado crudo de oca para obtener un perfecto «fuá». Mal pronóstico, si tal pronóstico fuera posible. Aunque con independencia de que sea o no posible, lo ideal es mantenerse lejos de la posibilidad de que nuestro cerebro reciba semejante maceración. ¿Nos volvemos entonces sujetos irresponsables? Qué quita o añade eso en realidad al verdadero problema, que siempre son las víctimas. Otro día diseccionaremos el concepto de culpabilidad, con la ayuda de un buen psiquiatra. Ese tema da siempre mucho de sí y además el final consuela por sistema a jóvenes y niños: to er mundo e güeno. Pero hoy nos empujan otras urgencias.
De todos modos, en el catálogo de conductas terminantemente prohibidas creo también recordar como terminantemente prohibido apedrear un Simca Rallye átono y yerto, sea cual sea su color, raza, credo y punto de procedencia, en este caso Fuentemilanos. Como diría Rodríguez de la Fuente, «estos simpáticos cadáveres, que podemos encontrar al vuelo, en cualquier paraje, son depredadores pasivos, pues pájaro amigo que pica o rémora de escualo que muerde, cae al poco tiempo fulminado». Si es una predicción ecológica, y para que no se cumpla, lo mejor es recuperar cuanto antes esos montones de óxidos ferrosos con mercurio que tenemos por nuestros queridos coches (muy queridos pero los abandonamos al albur de sabe el cielo qué, como se abandona a los viejos en un almacén de ancianos) y tratar de devolverlos a la vida. Cada oveja con su pareja, puestos a exhumar recuerdos, no vaya a ser que nos salga un Simca Rallye con dos trenes traseros y dos cajas de cambio, o un Asturcón sin motor por descarte de piezas.
Ante la improbabilidad de ir a hacer allí algo de provecho, tomamos un tren con rumbo a lo desconocido. Hermosas huertas, paisajes quietos, como de foto en la que sólo deja de salir un pájaro, siempre el mismo y siempre por voluntad propia. Ya que estábamos allí, esas ocasiones es pecado desperdiciarlas, asistimos a la XXIV vuelta ciclista a Treviño. Aunque emocionante y disputada, la carrera de bicis no dio mucho de sí en el tiempo. Con esas nos fuimos con la música y las expectativas a otra parte, tren mediante, en busca de una primera impresión. Hoy sólo hemos hablado de la importancia de la primera impresión, ha sido una conversación interminable que sólo ha llegado a su término al hacerlo el tren, o los trenes, que ya no sé ni dónde hemos estado. El ambiente está enrarecido, saturado de márquetin, de diseño gráfico, de renting y de spooning, término éste que no traduzco por no tener a mano el multilenguas. En un punto de la bahía de Rosas, más allá o más acá, sobre todo más arriba o más abajo —el meridiano lo tenemos ya desenmascaradito— se supone que emerge un aceite mágico. [La piedra filosofal al servicio de Talleres Semprún, que es donde me propongo llevar el Simca tan pronto como sepa qué quiero hacer realmente con el Simca]. Es un fluido viscoso, de color verde eléctrico, que tan pronto endurece maderas y mejora metales como se esfuma de nuevo en el abismo, sin restos ni agentes contaminantes (según nos han dicho los boquerones), pero desde luego sin autorización municipal. Y digo por dos motivos que se supone que emerge: porque somos crédulos, en primer lugar, y porque la marinería local tiende a considerar verosímil tal hipótesis, desde hace casi siglos. A ver si se van a estar quedando con nosotros. Averigüémoslo, sin por ello dejar de fundirnos entre los curiosos con toda la simpatía del caballero español.
Mira, mientras se produce o no el hallazgo, mientras se legitiman o dejan de hacerlo la creencia popular o el engaño, vamos a ir hablando con los de los Talleres Semprún, sea para mencionar entre dientes lo de la OPA, sea para alcanzar una «joint-venture» ventajosa para ambos. ¿Y quienes son «ambos»? ¿Seré yo una persona siquiera física? ¿Tendrán ellos gerente? Quiénes van a ser los interlocutores de hecho en tal negociación, quiénes, lo reconozco, es algo que empieza a quitarme el sueño. Y no soy de los que hacen un mal chiste (como para prolongar a lo tonto la velada) si poco más allá hay una buena almohada. Me inquieta la posibilidad de que los definitivos Talleres Semprún-RIP (de Remigio Iluso Párraga, un amigo de mi familia, industrioso y talismán) no presenten un aspecto irresistible. Tenemos que ganar con la primera impresión, aunque todo eso tenga que pasar mucho después de que instalemos en sindi-sindi, de que lo probemos y se rompa, o de que no se rompa, o de que no lo probemos, pero que seamos felices, amén. El barco se aleja, el Simca se hunde, por más que el sentido común prefiera que el barco se hunda y el Simca de aleje. ¿O será el barco el que zozobra, cosa que no ha de preocuparnos, pues está sin construir? Nada de eso va a pasar, por lo que he oído.
En el próximo capítulo:
¿Milagro? ¿Magia? Unos dedos más rápidos que la vista
© Jorge Silva 2003
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