Acaba de sonar el teléfono. El bloque, que es pieza pesada y cardinal en el motor del Simca Rallye, viene hacia aquí. Qué curiosa esa forma que tenemos los humanos de agradecer con entusiasmo infantil lo obvio, la lluvia, las moras silvestres, la luz del sol o el correo, cuando tantas otras cosas también obvias se retrasan tanto, frustrando y arruinando con frecuencia a generaciones enteras. Si el bloque estará rectificado, si lo estará a conveniencia, si encontraremos en él plena satisfacción, todo eso, para qué os voy a engañar, no es más que una colección inocente de esperanzas, una incertidumbre serena que no aspira siquiera a ser restañada. La noticia tiene una consecuencia inmediata en forma de relajación muscular. La espera se vuelve menos tensa, pero eso no inhibe el arte. Néstor ha entablado una sutil avenencia con una hembraza majestuosa, con la que hilvana danzas disparatadas a todas horas, mientras otros respiran en corto y a coro boquiabiertos. Estos dos fenómenos de la cinética son el testigo de nuestro quehacer anterior, por si fallara entre nosotros el verdadero arte.
No hay noticias del pueblo de al lado y lo que es aún peor: esta vez sí ataviados con túnicas y harapos blancos, nos hemos deslizado sigilosamente por la ladera sin hallar el menor rastro del pueblo en cuestión. Si estuviera solo aquí o en cualquier otro lugar podría atribuir el asunto a mi propia impericia topográfica, a un súbito episodio de desorientación o por qué no a espejismos pretéritos, a una suerte de resaca de pueblos inventados. Pero no estoy solo sino muy al contrario acompañado y muy bien acompañado, más en cantidad que en calidad si nos remitimos a los hechos simples. Por no desenterrar esos fantasmas que siempre caben en cualquier colectividad humana con pasado, no hemos preguntado nada a nadie en Sant Pere, pero sí nos lo hemos preguntado entre nosotros y también por si acaso nosotros mismos a cada uno de sí en la intimidad de eso previo al sueño, que no sé ahora cómo se llama. Pólipos, eso es lo que tengo en las cuerdas de la garganta. Sé que no viene al caso pero es que siempre acaba uno recordando el nombre de algo que un día tuvo en la punta de la lengua coincidiendo con la necesidad de recordar algo nuevo ahora, no entonces y cuando era preciso, como si las recordaderas de cada cual fueran una recámara de pistola encasquillada, siempre a destiempo. Creo que es un comecoco selectivo asincrónico con pérdida de memoria como plato entrante y principio activo, y la verdad es que pronto empezamos. Tampoco me parece un drama de alcance mundial: cuando recuerde el nombre de eso que precede al sueño plácido, en lugar de decíroslo lo apunto y en paz. O lo buscáis vosotros mismos, que si estáis leyendo esto debe ser que no hay mucho más que hacer.
No hemos llegado a conclusión alguna tras las sucesivas rondas de preguntas en público y en privado. ¿Qué habrá pasado con el pueblo que vimos ayer y donde por cierto tan intensa resultó nuestra presencia, por no hablar de los incidentes de nuestra marcha y el vigor de la negociación que a ésta precedió? Informo que seguimos vestidos con túnicas y harapos blancos, aunque ahora que la puesta de sol nos ha dejado casi a oscuras, en una semiluz engañosa, lo blanco se ve pero no se ve, te toco pero no te distingo, quieto ahí dónde vas, y así una y otra vez. No quiero perderos donde yo mismo ando perdido y eso que Néstor y su amiga yacen a pierna suelta sobre la tarima mientras os cuento todo esto. Pues parece impepinable mi obligación de contaros lo que ha sucedido esta tarde.
Esto es lo que ha pasado. Una vez que el sendero se hizo trocha, tan pronto como la trocha volvió a ser sendero, nada más cobrar lo conocido colores para todos nosotros nuevos, se hizo el silencio. Ni un canturreo, ni un atisbo de cumbia o asomo de guaracha. Sólo silencio, un mutis viscoso, una mudez imposible de llenar. Cuando el silencio llegó a cortarse con cuchillo, y una chicharra suplió al acero, nos cruzamos con un sujeto francamente raro. Era un bípedo erecto, sí, vestido casi como nosotros, lo cual no podía sino representar un signo de alarma (lo que pasa es que entre nosotros ya nos conocemos); un ser cansado, bastante peludo me pareció, y un alma como sin edad. «Silúrico, precámbrico, jurásico, neolítico, nitrato de Chile, Vanguard, Cola-Cao, Ascar, Co-ca-co-la-les-de-sea-fe-li-ci-daaaaaaad…» ha empezado a recitar Néstor, musitando palabras chocantes con un temblorcillo en la voz y en la punta misma de los zapatos. Ay los estudios. Mecido por el trémulo repertorio verbal de nuestro camarero licenciado, el buen hombre, que ya se iba, volvió.
Parado de nuevo frente a nosotros, que ya llevábamos parados un rato, el alarmante individuo rompió a hablar. Se despachó en esperanto. A Miguelín, el porta-bobinas humano de Andrés, de quien hasta ahora no hemos hablado por respeto a su callada afición por el hilo de cobre, se le encendieron los ojos. Por decirlo de un modo más certero, se le inyectaron en sangre pupilas, corneas y cristalinos, como si una lágrima, como si una lágrima, como si un lagrimón o un destello del intelecto, o de la inteligencia emocional, a su propio riesgo. No pudo por menos Miguelín, ya repuesto, que ponerse a hablar con el paseante. Lo hizo en inmaculado esperanto, como cabe deducir, y todos nos maravillamos, como es de recibo. Hablaron y hablaron, tanto que Miguelín, corto de palabra, tardó la intemerata en transcribirnos la conversación a posteriori. Terminamos de saberlo todo cuando el senderista desconocido estaba ya muy lejos, o muy cerca, a su discreción, pero tiempo desde luego había tenido entretanto para cambiarse de provincia de haber querido hacerlo.
Por alguna razón que no me molesto en explorar porque más bien cae por su peso, me atrevo a pensar que no recorrió grandes distancias. Según Miguelín, este señor, o señora, que no había forma cabal de saber suficientes cosas acerca de eso, procedía de Burgos. De las inmediaciones de la Sierra de Atapuerca, en concreto. De una vega, de un lugar de nombre imposible en esperanto, pero cerca de «allí». Tan cerca que llevaba años paseando disimuladamente para alejarse del escenario de los hechos, cuanto más allá mejor, siempre al Este, y eso sin péndulo. Huyendo, quién sabe, de los rigores del hallazgo.
He aquí lo que nos dijo. «No os hacéis una idea —dijo el interfecto— el cataclismo que asoló hace unos años mi pueblo, nada comparado de todas formas con lo que ha ido viniendo después, con los colegios, los autobuses, los coleccionistas, los universitarios, las cámaras de todo fuste y las visititas guiadas. Los investigadores más callados y también Trueba, que es el fotógrafo oficial del asunto, algo así como uno de esos exclusivistas que pacen en las sacristías con ocasión de bodas y bautizos, me han permitido estar algo más tranquilo en los últimos tiempos, más que nada porque a ellos también les viene bien un poco de descanso a la sombra de cualquier subvención, pero hay que ver de todos modos qué vida me han dado entre todos. Primero que si fósiles, luego que si vestigios ciertos, más tarde que si la sima de los huesos, que si el ignoto puente entre dos civilizaciones y que si mi primo. ¡Pero si no es mi primo! Nadie quiere admitir -ni yo puedo contárselo, que soy el objeto de análisis- que el gran hallazgo, el cadáver en cuestión, no es más que un amigo de mi padre que se despeñó y segundos más tarde se mató en el barranco. Ya sé que de eso hace mucho, lo comprendo, pero hombre por Dios, digo yo que algo se habrá inventado para este tipo de casos después del carbono catorce».
Nuestro compañero de vereda dijo algunas cosas más y nuestro buen amigo Miguelín nos las traduce: “Si soy un eslabón pues vale, soy un eslabón, pero vamos a dejarnos de visitas que esto y morirse viene a ser casi lo mismo. La jornada de un bien de interés antropológico es terrible. Amanece y ya parece que empiezas a morirte por dentro. Cómo no vas a parecer un fósil si es que te magrean (dentro de lo poco que cabe), te remueven, iluminan y presentan, te descalcifican y te torpedean la siesta. Lo del cincelito y la espátula pase, pero cuando la becaria/becario te pasa el cepillo ese por la cara todos los días, una y mil veces, que ya sé que no quieren estropearte, entonces es que se te pone un humor de perros. Un día les interesan las órbitas oculares, al siguiente les inquieta la dentadura, que sí, ya sé, no la tengo impecable (ahora a estos les ha dado por decir que era vegetariano, tócate los chuletones). Otro día cualquiera el jefe de turno les ha dicho que te midan los fémures, o el cuello del húmero izquierdo, pero eso de todos modos no es lo peor: lo peor es cuando el estudiante emérito, por sí mismo, sin encomendarse a nadie que para eso trae aval universitario, decide enjaretarte un símil-cara para su propio solaz investigador, pintarte unos bisontes con acuarela en la frente o cantarte una nana, que todo el mundo sabe las bendiciones que traen a quienes las cantan las nanas cantadas a piedras. El no va más es cuando por ejemplo les da espontáneamente por medirte de cuerpo entero, haciendo luego la vista gorda, aprovechando la soledad del estudioso, si una pierna te queda más arriba o más abajo del lugar donde arrancan propiamente las piernas. ¿No os parece razón suficiente para poner pies en polvorosa y abandonar raudo el lugar del hallazgo? Por mí al ancestro que lo busquen en Corcubión o en Hiroshima. Una última cosa. Podéis contarle cuanto queráis, dentro de un orden, a Bermúdez de Castro, que es un señor callado y creo que un loco justo que me busca porque cree que es necesario encontrarme, que si no creyera eso ahí iba a estar yo esperando compañía por los siglos, y lo digo así por hablar en abreviatura. Lo de Bermúdez de Castro vale, pero por favor, de todo esto a Arsuaga ni pío».
En el próximo capítulo: Botadura con doble infarto, pirueta y adorno
© Jorge Silva 2003. |