Menudo viajecito. La XXIII Subida a Santa Pellaia parecía animada, aunque nuestras aspiraciones deportivas eran escasas: un Fórmula 3000, dos Fórmula Renault, tres CM, cinco karts de 250 cc, catorce M3, nueve Accent de la Copa Hyundai, ene Saxos, otros tantos WRC transformados en coches de rallycross y nosotros, con el Simca, que no pienso deciros de qué color es. Lo más destacable del resultado es que Goyo, un mecánico soriano que había venido por indicación de Luismi, se ha roto los diez dedos superiores —nada que temer por los inferiores: usa zapatos cuatro números más grandes de lo debido, siempre, por precaución— en un mal cálculo con la persiana metálica del cierre. No podremos contar con él durante las próximas semanas y es una lástima porque yo nunca había visto a nadie (a nadie normal, espectro que no contempla a Gigi Corbetta) levantar un motor con una mano y pasarle una gamuza al cárter con la otra. A lo mejor ha sido eso lo que ha originado el accidente.
Hemos ido a esa subida y hemos vuelto sin subir. Ahora no hay quien despegue el número que le han puesto, el 28, como si lo hubieran fabricado en película de Loctite, y no veas qué discretísima queda la pegatina. El Simca yo creo que se ha movido solo, como en un relincho; a lo mejor se cree Herbbie y esto termina de manera imprevista. El comisario Martínez, saludos desde aquí para él y todo su equipo, nos devolvió el importe de la inscripción, en un gesto que le honra, a la vista de que el motor no mostraba el menor signo vital. Y eso que he hecho las pertinentes consultas a Arturo de Andrés, pero nada: cuando Arturo se niega a hablar es una tumba. Con su aire de profesor, siempre la palabra justa, ha venido a decir tres cosas: a) pero cómo se te ocurre ir a una subida con ese trasto, sin al menos dejarte asesorar por expertos. b) si no me dices cómo es el ruido, cómo quieres que te ayude, y además por teléfono; o me traes el coche aquí, pero te advierto que estoy en Taormina, o no veo la manera. Por cierto la mitad de la llamada la estoy pagando yo. c) yo que tú iría desmontando todo el sistema eléctrico, porque no sé si sabes que esa instalación, la de las unidades españolas, la fabricaba un proveedor muy irregular: tan pronto le ponía un termocontacto a James Hunt como dejaba sin chispa a cuatro equipos completos del Mundial de Motos. Tres observaciones típicas del gran Arturo, trufadas de oportunos consejos enológicos que no se reseñan por falta de espacio. Erudición y aritmética en estado puro, pero soluciones, lo que se dice, ni una.
Ya recuperados del berrinche, hemos pensado que en el cofre debe permanecer lo importante, el auténtico secreto del cofre: los manuscritos. Se ha intentado que el Museo Nacional de El Cairo se quedara a bajo precio con el cántaro roto, pero la foto de éste, una foto a todo color transmitida por correo electrónico, no les ha dicho nada, no ha despertado el menor interés, de manera que volvemos a dejarlo en su sitio, el lugar que la Historia le había asignado, y nos hemos limitado a quedarnos con unos cuantos lingotillos, prácticamente todos. De recuerdo, más que nada. El resto igual: para la Historia.
Hecho lo cual he cerrado ceremoniosamente el cofre, maniobra que nos ha dado para un cuarto de hora de absoluto silencio. Ni una mosca. Sólo los ruidos propios de una común fricción neuronal. ¡Ya lo tengo! he exclamado, consciente de que todos iban a pegar un respingo. Y sólo dos lo han pegado. El resto estaban aletargados por la solemnidad del momento. Lo que quería era expresar mi propósito: añadir en el cofre la llave del ritmo, el “tempo” de esa localidad inverosímil, enterrar todo ello en lugar bien poco accesible para buscadores de cofres y enviar la llave a Juan Luis Arsuaga. El plan no puede ser mejor. Sí, sí puede serlo: podemos añadir a la llave un acertijo, un jeroglífico inspirado en un despertar cualquiera de Jiménez del Oso, y así además de salir en Tevetrés, Canalnou y Telemadrid, el asuntillo puede quedarse en el aire para posteriores reportajes de EPS, más que nada efemérides y esas cosas.
Son ahora las seis y elijo precisamente este momento para preguntarme por qué carajo no serán las cinco, como en Canarias, para de este modo ahorrarme la herida terrible que acabo de hacerme en tres dedos de la mano izquierda, la mano arterial, mientras ponía la cuerdecita ornamental de la que pende una botella de Mirinda «sin». Botella para romper, o intentar romper, durante la ceremonia de la botadura de «Ciriaco», que así se llama por fin el buque nuestro. Crispín de Celorio ha resultado ser un antihéroe deleznable, un asesino de poca monta de allá por los tiempos de Maricastaña, y no queremos problemas en el Cantábrico.
Mañana lo echaremos al agua, por dos razones. Una, que ya va siendo hora. Otra, que Irene ha quedado en venir; trae sorpresas, dice. Hay una tercera razón pero no me atrevo a mencionarla, por prudencia, y no lo voy a hacer. Está bien: el barco parece ya completamente impermeable, y si por decirlo en voz baja he destapado la caja de todos los demonios, pues qué le vamos a hacer.
No sólo lo echaremos al agua, también haremos una ceremonia muy bonita, e invitaremos a claras y canapés a los lugareños y lugareñas que tanto nos han animado y que tanto parecen animarnos a que zarpemos de una vez, como si estuvieran ya un poco a disgusto. Mientras pasa algo de eso que os he dicho, seguid sin mí. Me voy a dormir el siestón de la temporada, que estoy consumido por el estrés. No se puede estar a todo.
En el próximo capítulo: BBS, hombre al agua
© Jorge Silva 2003. |