Hoy sí. Hoy tengo fichada a toda la tripulación, y a todo el pasaje. Me lo estoy apuntando todo en un cuaderno (que no es el cuaderno de bitácora, mira por dónde, so listo) y mañana os lo cuento.
Si hemos parado aquí es para formalizar varias compras. Tenemos pasta para aburrir, y quienes han detenido su actividad para recibirnos lo saben. Los bancos se disputan nuestros fondos, allá donde vamos hay un enjambre de agentes de bolsa, y ya se dice algo de nosotros en las peroratas del Dow Jones. Hasta pintamos algo en el índice Nikkei, o como se llame, que si os digo la verdad me importa un carajo, como el resto.
Siempre pensé que ser rico abría todas las puertas. Ahora compruebo que sólo abre las puertas que estarían cerradas para alguien rematadamente pobre. No es gran cosa, si nos paramos a pensar. Gente con dinero hay mucha, muchísima, incluso demasiada a la luz de la utilidad que esos sujetos concretos prestan al resto. Almas con talento son desafortunadamente las menos.
Estoy resuelto a confesaros que hoy, ya rico, omnipotente y desligado de todo afán, me meo por la patilla al comprobar que nadie, y cuando digo nadie es que es nadie, se ha apresurado a agarrarme por la solapa para llamarme imbécil, o para reprocharme siquiera una pizca que carezca de talento, ni de virtud. Todo vale. Sagrado encanto el del dinero. Así, con las mismas, me dispongo a adquirir las salinas de Puerto Real y San Fernando. Los pequeños propietarios claudicarán al mismo tiempo que los salmonetes de estero. He dejado atrás otros contratos, ya sea con propietarios de pequeñas salinas o con empresas que se equivocaron tratando de fabricar baterías. Baterías eléctricas, acumuladores para maquinaria, fábricas y coches. Con dinero contante y sonante puedes comprar hasta la dignidad de las personas. Ninguno estamos a salvo de eso, y no lo digo para salvar el alma de quienes me han ofrecido la flor de su familia con tal de obtener el espejismo de una ventaja inmediata, sino para constatar que este rumbo no es bueno. No es bueno, y por eso volvemos siempre adonde no queríamos ir.
Tampoco me ha dado tiempo a deciros que una notable amiga de mi abuela —más tarde buena amiga mía— escribía poesías y cuentos. Una de sus especialidades fue siempre la de los cuentos morales, esos que hablan de esfuerzo, placer, tesón, voluntad, vicio, premio o castigo, en el orden que cada cual estime oportuno. En 1913 publicó por error un panfleto llamado «Sobre el arte de orinar». Se animó sin duda por la acogida del texto, y publicó, también por error, una oda complementaria de título «Sobre el arte de defecar». Muchos años después, cuando el Estado le otorgó la condición de pensionista por viudedad, sin haber estado jamás casada ni conocérsele par capaz, Ana Elena Violeta, pues así era su nombre completo, dictó ya ciega un original refundido de ambos cuentos, cuyo título os evito por simple cortesía. Bueno, os lo voy a decir. Mejor no, bien mirado.
Entre las cosas que no se me olvidan figura el hecho de que acabamos de adquirir salinas, esteros, tierras anegadas, torres de refino, montañas de sal y toda clase de fábricas. Qué valor tienen, no lo sé. Sólo sé que cuestan muchísimo, y que un día sabremos lo que valen. La vida o la muerte, si es que esa diferencia vale para determinar el valor de algo, que no el precio, ya lo sé, porque lo leí en Machado. Me cabe un consuelo, y es que un buen amigo me confesó el otro día que la esencia moral de toda actividad nos cabe en exclusiva a nosotros los empresarios (claro que también sonó por la radio un parte meteorológico que decía «el ambiente andará gris con el aumento de las horas»). Por eso tenemos la llave de todo y se nos encomienda plena responsabilidad, a nuestro criterio. O sea, que si tenemos la llave y podemos tomar decisiones antes que los demás es porque en justicia nos corresponde. Bueno, tampoco estoy tan seguro, pero me lo dijo el otro día un buen amigo.
En el próximo capítulo:
Un reparto razonable.
© Jorge Silva 2005
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