Quién nos iba a decir que el gran teatro del mundo nos obsequiaría con una excepción geológica, un milagro marino que consiste en lo siguiente: o nos montamos en el barco, subimos el ancla y nos largamos, o nos devoran las sepias (si éstas andan desganadas, siempre nos quedará el marrajo o escualo análogo). La opción es sencilla, y hasta los más desgarbados de entre la tropa comprenden la importancia de no llevarse media arroba de higos, sino como todo peso un remo por cabeza. Porque por aquí hay nueces e higos, pero también remos, abandonados por tripulaciones anteriores. Decenas de barcas, barquillas y barcazas yacen descompuestas a la vera de nuestro Agapito, flor y ejemplo entre los barcos de bolsillo.
La gran crecida. La isla se hunde a ojos vista. No vamos a quedarnos aquí a preguntarnos por qué. Cousteau lo haría, pero el viejo pillín tendría cerca el Calipso, y a André, o como se llame, ambos dispuestos a facilitarle aire, helio, mini-submarino, cámara isobárica, rosas de pitiminí y si se tercia mermelada de frambuesas salvajes sur mer, entre otros deleites. No estamos para golpes de efecto, pero sobre todo es que no hemos traído cámaras con que filmar nuestra muerte heroica.
En el alféizar de una ventana inexistente veo deshacerse por efecto del calor la miel de nuestra ilusión. Navegamos marcha atrás. Cualquiera diría que lo hacemos para mejor observar lo que ocurre a nuestra estela, pero no, lo que nos pasa es que el motor gira y gira a pleno gas, se niega a ponerse al ralentí, y eso hace imposible desembragar y cambiar los piñones de sitio para invertir el giro de las hélices y hacer que esto avance hacia allá (lo digo con gestos, así que nada), como un barco normal. Por otro lado, navegar con la estela a proa tampoco impediría que viéramos lo que está sucediendo, pues ha de saberse, y lo digo para no parecer marino nuevo, que dentro de un barco las personas pueden moverse a su aire y capricho, si el barco es suficientemente grande. Poco importa que el barco vaya a proa o a popa y menos importa aún que os diga que el barco ha vuelto en sí, con las hélices girando de tal modo que la espuma surja a popa. Son esas cosas sin explicación que tanto confortan a un espíritu cansado y experimental como el nuestro.
Lo que está sucediendo es que la isla se hunde. Hasta ahí todo transcurre según lo convenido: si huimos de una isla que se hunde, lo normal es que habiendo sido capaces de huir, la isla se hunda a nuestras espaldas. Ya fuera de lo que podríamos considerar convencionalmente como nuestras espaldas, la isla permanece seca e ilesa durante un buen rato, mientras a su alrededor suceden infinidad de cosas: truenos, explosiones, espasmos, olas de fuerte marejada, mar arbolada, incluso mar montañosa. Pero la isla, ya digo, seca como una gasa. Ha sido mucho después, cuando ya la isla toda era poco más que un garbanzo en el horizonte (concedo que una alubia de Tolosa, un judión de la Granja o un feo de Benavente), cuando la masa estable y pétrea, por demás poblada, vegetal y habitable, se ha precipitado de consuno a los más hondos sumideros de la madre tierra, que fue antes que el mar, o viceversa, ya sé que hay algo de eso. Aunque tiene raíces, y no pies, la isla ha hecho un flin-flás al tresbolillo, antes de caer de cabeza en brazos del océano, y permítaseme la licencia pues ya sabemos que esto no es en punto alguno un océano, o eso me han dicho.
La onda expansiva de tan definitivo hundimiento, mediando el temblor de luces de colores, nos salpicó mucho y hasta nos puso en aprietos marineros de indeleble memoria, con olas incontenibles que rompieron dos palos, tres cuadernas y veintitantas plañideras, que si no son de renombre sí son piezas imprescindibles en una embarcación como la nuestra, pues con su ruido nos avisan de que algo más importante está a punto de quebrarse. Se ve que esta vez no cumplieron con el cometido para el que fueron diseñadas y construidas (hablaré con Miguelín, su creador), pues todo lo que podía romperse se rompió sin que el llanto de las plañideras fuera de la menor utilidad para impedirlo. No es tan mal balance, de todos modos: los daños cuantiosos, el espectáculo soberbio. Tanto que Luismi se apresuró a sentenciar: “coñooó”. Luismi, como está en la cocina, vive exclusivamente de placeres visuales, olfativos y gustativos; tanto que no le inquieta siquiera la imagen vívida de un remo.
No sé cuánto navegamos hacia el Oeste, pero navegamos mucho, huyendo del último pepinazo, por si éste se producía. Al día de hoy puedo deciros que tal cosa no se produjo, o no en nuestra presencia, que viene a ser lo mismo si tenemos en cuenta lo mucho que nos cuesta recorrer cada milla, y lo que tardamos en perder de vista y más tarde recuperar los nudos del cabo a tal menester dispuesto en la borda.
Navegamos tanto, durante tanto tiempo, eso sí es seguro, que se nos fue de la cabeza la cuenta, de modo que al cabo de no sé cuántas jornadas (ya he dicho que perdimos la cuenta) volvimos a ver tierra firme. Lo de firme obedece a una apreciación rápida que todos nos hicimos a causa de las pretéritas apreturas. Teníamos todos el culo apretadísimo y lleno de preguntas, no diré que por el miedo, sino acaso por la curiosidad, que no era de todos modos poca.
Nada hacía suponer que íbamos a toparnos con un barco fenicio, a metro y medio de profundidad, durante un accidente náutico que sólo tendrá probables antecedentes en otra era. El estruendo ha sido enorme. Miles de ancianas vasijas de barro, junto a pertrechos de bañistas y buceadores de cabotaje, han saltado por los aires. Ha habido quejas, apercibimiento del cuartel de la Guardia Civil, enorme, precioso y antiguo —o sea, uno de estos días lo tiran para modernizar el sitio—, multa remitida por fax desde el Museo de Cartagena y también visitas de la Cruz Roja del Mar. Tras las curas, una invitación para recorrer en primera persona los lares del Puerto de Mazarrón, antigua salina, puerto fenicio y hasta hace poco puerto también de pescadores, o tal vez aún siga siéndolo, puerto con subasta diaria a primera hora de la tarde. Ni un pueblo cuajado de bares puede dar la espalda a su regimiento de aguerridos, cobrizos y arrugados hombres de mar, ni éstos huirán nunca de un buen abrigo como ha sido éste, mejor si está lleno, como lo estaba Mazarrón, de bares pequeños, baratos y misteriosos.
Si alguien va por allí, y si aún existen los establecimientos de mi lejana juventud, no dejéis de ir a La Barraca, un magnífico restaurante con pinta de todo lo contrario, donde Jose pone la mejor lecha a la espalda de todo el Mediterráneo; si le da la gana, que no es cosa común, y si hay lecha adulta, que ese es otro cantar. En ningún sitio como ahí es posible que coman siete personas, a todo lujo, y paguen dos onzas por cabeza, si a Jose le da la gana o Maleni no está cerca, que ya se sabe cómo actúa en general el carácter femenino cuando de haciendas, raíces o permanencias se trata.
Tras echar un ojo, y más tarde recogerlo, por si los peces habían picado, compruebo que lo que eran huertos son chalés y lo que fueron mosquitos son andamios. Hay más grúas que mesanas, más razas que en Lepanto y más carpas de tomate que en la misma y vecina Almería. No sé si este tomate, el que espera gotas de agua con urgencia, sean de Entrepeñas, de Buendía o del Ebro, es tan holandés y transnacional como el de Níjar o El Egido, o en cambio más español que el Recreativo de Huelva, con lo que uno no sabe hacia qué lado abriga sus divisas el resultado de ese baño de sol. Ser del Puerto de Mazarrón, como ser gallego (lo dice Rivas), eso puede serlo cualquiera, tal es la ventaja de un nacionalismo tan benigno y cálido. Allí permanece el ruido de Murcia, lejanamente atenuado por el fragor de una nueva corriente que llega por el Estrecho y por Gata, a veces vía Marsella y a veces, como es inevitable, con un acento clavadito al de Marsella.
En el próximo capítulo: Malaca
© Jorge Silva 2004. |