Estaba yo tan tranquilo, con mis gafas de Louis Schweitzer pero comiéndome las uñas de los pies, cuando de repente la puerta de mi despacho se ha abierto. No lo ha hecho como se abre una puerta, sino como se rompe un carro blindado cuando algo muy gordo le explota dentro. ¡Blam! ¡Plaka! Y fuego. Luego el silencio, se supone. Será silencio aunque haga ruido, después de lo otro.
Bueno, bien, blam-blam, plaka-plaka, tampoco es forma de entrar en un sitio —he predicado al falso techo con dominio de mí mismo. Lo he dicho con tono y lenguaje no verbal de reproche. El que apareció por la puerta era Patrick Faure, un hombre exaltado que dice ser jefe supremo de la última biela que se mueva en lo deportivo. Yo no lo pongo en duda, pero tampoco me pida nadie que sepa yo ahora mismo, de memoria, quién dirige Renault Sport. Ni que recuerde quién demonios es Gerardo Ducarouge, que por cierto me hablan muy bien de él, aunque creo que está sordo, se supone que con las consecuencias inherentes a estar teniente. Más que sordo, que ya digo no sé si lo está, pesan más en su contra los años, la edad, el tieeeeeempo que hace que los coches de Ducarouge rodaban con garbo por las pistas del mundo entero y cosechaban victorias a cada viaje. Por cierto, me dicen que las ideas gastadas de Ducarouge casaron muy bien con la energía juvenil de Ayrton Senna, cuando Senna era aún joven y Ducarouge un poco menos anciano. El Senna maduro, el piloto que habría cosechado ocho o nueve campeonatos del mundo de no haberse matado, Ayrton Senna, lleva diez años muerto.
Faure me pone a caer de un burro y sin preámbulo me recrimina lo siguiente: «¿Quiere usted ponernos otra vez a las puertas de la Fórmula 2? ¿Acaso desconoce su eminencia que fuimos a la Fórmula 1 para evitar diluirnos entre los artesanos? ¿No ha seguido esos programas de la CNN donde cuentan que las fórmulas de promoción y absurdos programas de Fórmula 3 estuvieron a punto de interrumpir para siempre cualquier actividad deportiva en Renault? ¿Es usted imbécil?».
De toda la batería de preguntas, la que más me ha molestado ha sido la última. Creedme si os digo que nunca antes como en ese momento he tenido que sujetar tanto mi constancia de ser el presidente. No estoy de acuerdo con él en eso de la CNN.
Nos hemos tratado de igual a igual, y eso me ha gustado mucho. Ya estaba esperando un par de puñetazos y en cambio el tío se ha sostenido con temple. Patrick Faure debe quedarse, como Jean-Jacques, el administrador. Tendremos discusiones espantosas y desencuentros terribles, pero Faure ama lo que hace, cree en ello y además sabe un huevo de esto. Está bien, firmo ahora mismo aquí con plena discreción, sin que él se entere, una prórroga para que Renault Sport siga fabricando ruinosos motores de avión, patinetes eléctricos, coches deportivos de serie y lo que a este pobre loco se le antoje. Con su talento y su capacidad de arrastre (¿su carisma?) pagamos de sobra lo que cueste su plan de jubilación.
Ya sé que no debería entretenerme en estas cosas, pero ¿es preciso que las carcasas de los ventiladores con que refrigeramos los frenos y los motores cuando el coche está parado sean de fibra de carbono? ¿Es imprescindible mecanizar una tonelada de acero inoxidable para crear una superficie tan plana que sólo en ella sea posible determinar la geometría de las suspensiones? Esa es otra: como no quiero escuchar una sola palabra más sobre electrónica aplicada, en la nueva Fórmula 1 las geometrías se harán en el suelo, por el rudimentario y reconfortante procedimiento de marcar los pasos de rueda con una guita, medir las caídas a ojo y luego ajustar caídas y convergencias con un aparatito de burbuja. Y si no por la cuenta de la vieja.
Para el ajuste de las alas, los flaps y sus deflectorcillos, el procedimiento será el siguiente: el ingeniero hará unos garabatos en su cuaderno de trabajo (donde no deberá confundir estas anotaciones con sus recetas de cocina o la combinación de la Euroloto); a continuación dará indicaciones a plena voz, las enmendará, volverá a enmendarlas, le echará la culpa al jefe de mecánicos, y éste al último aprendiz. Por fin el coche estará listo para salir a la pista. Una vuelta después el piloto estará de nuevo en los boxes, preguntando por algún familiar de alguien y por lo tanto quebrada su confianza en el equipo. Así es como mejor se trabaja, en un constante recelo de lo que habrán hecho o dejado de hacer otros.
El drama se tensa a tope, para deleite de esos espectadores que sí saben apreciarlo, cuando el piloto regresa a la pista con una nueva configuración de chasis (lo de la configuración de chasis volverá a llamarse «seting», aunque me duela). Cuando ese pobre desgraciado vuelve al tajo con la obligación de comprobar qué resultado dan sus propias sugerencias (pasando por alto que mientras él regresa a la pista volverá a reproducirse una cadena de reproches entre los mecánicos y sus jefes, antes incluso de conocer cualquier resultado), encontrará que el coche va aún peor que antes. Según algunos ingenieros de pista con miles de carreras a la espalda, esta es la fase de los nervios. El piloto duda de todo y en lugar de desconfiar de sí mismo prefiere recelar del coche. Con frecuencia se ha puesto a hacer pinitos antes de que los neumáticos estuvieran a su temperatura de trabajo, y eso, antes que ayudar, agrava las cosas.
Realmente lo que sucede es que en este trance, y prácticamente hasta el podio, es lo siguiente: nadie quiere verse en la piel del piloto, ni siquiera el propio piloto, por lo menos hasta que los tiempos empiezan a salir, señal por otra parte de que ya es posible frenar al límite, acelerar antes y dejar con más confianza que el coche se vaya por las tangentes, hasta subirse materialmente por las paredes. Cuando esto sucede, y siempre se celebra porque es un milagro, es preciso sacar inmediatamente una pancarta al piloto para que se pare en los boxes, con cualquier pretexto, o en el peor de los casos esperar a que se quede sin gasolina. Digo esto, y lo digo por experiencia, porque después del terror inicial sobreviene en el piloto un optimismo extraño, de origen desconocido, consistente en una sobrevaloración de las propias cualidades y a renglón seguido una apreciación crecidamente optimista de la capacidad del equipo técnico. Es el momento ideal para atizarse un bofetón de libro.
Si ha sido posible evitar el mencionado guantazo, que en la jerga se llama «azote de los entrenamientos libres», de cuya clasificación es dueño y señor Andrea de Cesaris, la temperatura del espectáculo decaerá con naturalidad hasta llegar la noche. Aperitivo, comentarios, cena, etcétera. Sueño inocente el del piloto, cuitado en su lucha desigual contra la máquina y las circunstancias, e ignorante de que al día siguiente volverán a suceder exactamente las mismas cosas. El coche siempre funciona mal en el primer contacto: asfalto más frío, aceites endurecidos, centro de gravedad desplazado, una mordaza de freno que se gripa, que por qué habéis puesto tanta o tan poca gasolina, que no me concentro, que hay una piedrecita en el respaldo del asiento que ayer no estaba, que no sé ahora muy bien qué calidad de goma convenía aquí y con esta temperatura, y así sucesivamente.
Lo que no debe hacerse nunca, y esto no lo digo yo, que nada sé de esto, sino que lo dice Michael Schumacher, es cambiarlo todo a ver qué pasa. El mago alemán instauró en Ferrari un sistema de trabajo que consiste esencialmente en no cambiar nada hasta que las condiciones ambientales empiezan a parecerse a las del día anterior. Lo que procede es trabajar a conciencia sobre un coche difícil de conducir, buscando su potencial y protegiéndose de sus defectos. Todo lo más, regular con extrema mesura alguna cosa esencial en sentido coherente y anotar en rojo, o en cualquier otro color del espectro visible, el cambio efectuado y el efecto resultante; pero nunca más de un factor a la vez, que las cabezas andan siempre locas, a la espera de fantasías y vías de escape que en poco o en nada convienen a la Ciencia. Salvo en contadas ocasiones, que añadiría con su entrañable desparpajo Luis Fernando Medina, aludiendo sabe el cielo si a Leonardo o a Dante.
Me preguntaba, a todo esto, por qué diablos los ventiladores con que refrigeramos los frenos y los radiadores cuando el coche está parado tienen que ser de fibra de carbono. Y por qué la armadura de las carpas y mezanines es de aluminio aeronáutico. ¿Por qué tenemos que gastar cien mil dólares en agasajar a la delegación de un patrinador que se gasta con nosotros el doble de eso? Y por qué, y por qué. Me preguntaba estas cosas para suplir con interrogantes las pocas preguntas que se hace a sí mismo el tinglado este de la Fórmula 1 televisada, pagada de sí misma e inconsciente de que los verdaderos protagonistas de esto son seres en cierto modo comunes que sudan, blasfeman, ventosean, lloran y en buena proporción tienen las uñas sucias. Aunque se bañen con no sé qué ungüentos de Armani, los tripulantes del podio hieden también a tropa.
Rebuzno pese a no ser asno, ronco como un marino mercante en excedencia y en resumen toda nobleza escapa de mí, me es ajena. Me parece que ya no tengo gafas, pero veo como un marqués de mirada limpia y fondo de ojo en forma, que los hay ¿Será que ya no soy Louis Schweitzer? Me palpo, me noto en mis más íntimas callosidades y sí, oh globo desinflado, vuelvo a ser yo mismo. Tampoco es como para caer en vergüenza. El motor ruge, el agua se mueve a nuestro alrededor y nada hay capaz, entre lo inventado, de entorpecer nuestro rumbo. Y flotamos, que no es poco.
En el próximo capítulo: Eso parece una isla
© Jorge Silva 2004. |