A bordo no viajan sólo esquejes de corazones, ni recuerdos de un instante en nuestra vida. Lo que viene aquí, por todo el barco y aún no sé en qué número, son peones del caos. Tengo miedo, pero en cierto modo me encuentro capaz de hacer frente también a esto. El forroscopio de servicio, que va conectado a una antena que por demás da vueltas y vueltas y vueltas, tanto que más vale no mirarla mucho rato, ese forroscopio nuestro acaba de vomitar por escrito una noticia. Es una especie de fax, con papel térmico y por ende de contenidos fungibles. El mensaje de forroscopio decía que la corporación «Frío polar y más», «Ultrafrío» de nombre comercial, se está comiendo el mercado del primer equipo. Y es el primero también en el sector de reposición. Esto quiere decir que dos de cada tres equipos de aire acondicionado de los que se instalan en los coches fabricados en España, tiene algo que ver con «Frío». Nosotros, buena parte de los aquí presentes, estén donde estén, somos los dueños de ese holding. Hasta puede que estemos forrados. Eso sí que me produce vértigo, con lo agustito que estaba yo aquí sintiendo simple inquietud ultramarina, al folio de lo impensable.
Fue Juan Belmonte, creo, el que dijo aquello. La valentía no es más que miedo con elegancia. Torero tenía que ser el amigo, un tipo extraño y admirable como pocos. El caso es que aquí no hay tampoco de qué tener miedo. El mar tiene la menor pinta imaginable de peligro. ¿Calma chicha, se dice? Suena ridículo pero aquí pone que es así como se llama el fenómeno cuando no hay viento, nada de viento. La superficie del mar está aplatanada. Parece un mar sin calamares. Una piscina en invierno es una tempestad frente a esto. Qué quietud tan inquietante.
Oh, debut marinero. Tengo de repente aquí a mano un disco de María Callas, con arias de Puccini. Me lo pongo en la oreja, sin otro recurso por ahora. No encuentro por ningún lado el discman, no me parece que haya amplificador (¡canastos! probablemente no haya radio), y hasta es posible que no haya electricidad (no recuerdo haber embarcado ningún generador, y la nave que yo he visto construir no tenía). Guardo el disco en su caja, lo envuelvo en una funda impermeable y envío la empañadilla resultante lo más arriba que puedo. No es el más arriba de todos los arribas imaginables, por descontado. Esto es el mar, queridos. Somos una sociedad en miniatura, cabalgando como idiotas sobre los abismos del planeta a lomos de un cascarón frágil y diminuto (carcajada tenebrosa y maligna de fondo). Menos mal que esos abismos fueron un día cubiertos por el agua. De otro modo la caída sería infernal. Tal vez yo me salvara, saeta como ya dije en su día que soy del parapente todo, que he hecho paracaidismo de envergadura.
Metidos en mares, sin un solo bar y poco que comer a la vista, es muy importante determinar si uno desea atacar el mar a lo largo o muy al contrario pretende hacerlo a lo ancho. Hay, claro, muchas muchísimas direcciones un poco más allá o más acá de los grandes ejes, lo que requiere concentrarse mucho, mirar al sol, o a las otras estrellas, y decidir en consecuencia hacia dónde.
A esa conclusión primera se le llama «rumbo». Un «rumbo» es lo que siguen las especies, los clubes y también los navegantes, por tierra, mar o aire. Sobre todo los navegantes, diría yo en este momento, aunque no sé qué voy a pensar dentro de un par de horas. Complicación añadida: un rumbo puede navegarse en un sentido pero también en el contrario. Menos mal que la Tierra es redonda, si vas a ver.
Los buenos navegantes tienen la piel curtida. La tienen así por dos razones. Una es evidente: la erosión de la intemperie, la fuerza del viento. La otra no es menos obvia. Si uno se tira tres días calculando la ruta y aparece 20 grados fuera de lo previsto, ¿qué cara se le queda? ¿y cómo se le termina poniendo la cara si esto sucede cada... pues eso, cada tres días?
Las torres de Hércules no cuadran aquí, de modo que eso alto que veo entre la niebla no debe ser ninguna de las torres de Hércules. Todo lo más una desembocadura con pedruscos altivos. Hay olor a berberechos. ¿Demasiado cerca de la costa, contramaestre? Inútil la sutileza: no hay contramaestre, ni visibilidad de ninguna clase, con lo que el riesgo de topar con bajíos es algo más que notable; abreviando, sobresaliente.
De pronto una claridad nebulosa pero ardiente. No hay signos de tierra. Hay agua, toda la que podamos ansiar, por los cuatro costados. Navegamos, dejamos estela, las velas flanean pero quieren. La bomba de agua del Simca se ha ido a tomar por el culo y es justamente este el momento que elegimos para poner en duda si las previsiones de agua son adecuadas. Una vez que esté reparada la bomba, si es que tiene arreglo, SI ES QUE ESTÁN TODAS LAS PIEZAS, tal vez convenga rellenar el circuito, y el circuito paralelo que le hemos acoplado, con agua potable. Unos quince litros en total. Mucha agua para una población flotante sin recursos ni programa definido.
Ser de Segovia y de repente hallarse confinado en el mar tiene su miga, os lo aseguro. Podría eternizarme contando lo que sucede desde mi piel hacia dentro, aunque carecería de todo interés, más allá del puramente zoológico, o biológico, o el interés que fuere. Pero claro, tenéis que entender que aquí dentro, incrustado en un sitio tan pequeño y alejado de la costa —y por qué no decirlo: tan pésimamente acompañado—, no pasan tampoco muchas cosas. No voy a relataros con pelos y señales los vómitos, o la perspectiva que se tiene, grado a grado, trescientos sesenta grados todo alrededor de la cabeza de uno, mediando mástiles y aparejos, todas las horas del día y con suerte de la noche, porque cuando no se ve la luna, malo. ¿Queréis acaso que os cuente lo que hemos comido hoy, lo que comimos ayer o vamos a comer mañana, si el menú es un calco del paisaje?
Aquí no cabe otra banda sonora que «Malas noticias», otra vez de «Los suaves». Lo de Ulises es una epopeya, está claro. Ahora comprendo su drama y asumo como propios sus desvelos. Pero creo que a este pimpollo de Troya no le quitaban el sueño los cantos de sirena ni la carga simbólica de su periplo; lo que le preocupaba era más bien el viajecito de vuelta, y ahora lo comprendo con nitidez. En qué estaría yo pensando cuando acuñé, sin duda en la infancia, la convicción de que ser rico se expresaba costeando países en un ridículo objeto flotante, expuesto a toda clase de riesgos y molestias que me fatiga referir. Ni a vela ni a motor: el mar es un lugar absurdo y enorme, una sirena en sí mismo, una masa colosal que nos engaña prometiendo en verso a cada ola que la siguiente será distinta, cuando él mismo sabe, y hasta el observador más torpe acaba sabiendo, que la mar se repite, que es un himno en serie, un hilo musical que cada poco vuelve al principio. Y a lo mejor no lo es, pero me estoy mareando. ¿Vomitaré ahora la sardina cruda que ingerí esta mañana combatiendo las náuseas? Esto es un círculo vicioso y os aseguro, ahora ya sí, que la tierra es redonda
En el próximo capítulo: interferencias
© Jorge Silva 2004. |