Al final de una caída al vacío puede esperarnos
cualquier cosa. Un ángel, la bisabuela de uno, Agilulfo
el inexistente en persona, pero también un descapotable,
una piscina de saltos, un tractor, el bordillo de la acera,
una procesión si es la época, una verja de afiladas
saetas, una reunión de Harley-Davidson, una chumbera,
una terraza de verano (llena o vacía, con pérgola
de cristal o sin ella), una reunión familiar desencontrada
y hasta un montón de heno, como en las películas
con paracaidista rijoso. Al ejecutivo de pepsi-cola, que a
última hora se ha sabido que es meritorio en pole position
de un marchante de futuros, le ha tocado un montón
de estiércol. Ignominioso, ridículo, más
antitetánica y todo lo que se quiera, pero Adolfo Federico
ha salvado el pellejo, por favor de la profundidad del pozo
de mierda. Malherido, eso sí. Tanto, que se lo han
llevado al spa más cercano, donde tienen servicio médico
las 24 horas del día. Allí yace, politraumatizado
pero ya maquinando ruinas.
Ella ha acudido al escenario de los hechos enfoscada hasta las orejas, pero con los impresos ya cumplimentados. Porque claro, si papi se accidenta de repente, para una semana que tenemos, pues mejor nos vamos ya directamente a Mauricio. Papá se queda aquí, lo recogen mañana o pasado en helicóptero, lo dejan en casa o lo hospitalizan, eso ya a criterio de los médicos, yo le voy haciendo llamaditas cada dos o tres días, nos quitamos de líos y nos vemos a la vuelta. Si al final no ha sido nada. Te tengo dicho, juguetón, que un día te vas a hacer daño. Se me olvidaba, tu padre ya está metido en un taxi, y el taxi se ha ido, pero no me digas adónde. Cuando os encontréis me llamas, pero ten cuidado con los horarios, no me vayas a pillar en el gimnasio.
Me consuelo pensando que con un poco de suerte en Mauricio aún quedan caníbales. No es que vengan en las guías turísticas. Tengo oído que los comedores de gente en cuestión parecen personas normales. Disimulan que es un primor, pero lo cierto es que nadie los ha visto nunca zamparse una acelga, o sea que vegetarianos no parece que sean. Cabe que en el spa de ahí al lado haya escorpiones de pata fina. Se los comerá. Y sus zagales en Mauricio terminarán también por comerse a los caníbales.
Ya que estamos aquí parados, y no sabemos para cuánto, he decidido abrir un bidón de detergente que adquirimos a buen precio en las inmediaciones de Figueras, cuando los milagros. El óxido, la caca de vaca y las inclemencias han borrado toda inscripción, salvo una leyenda o subtítulo que a todas luces dice: "con su gran poder desengrasante". Desengrasemos, pues. Esto nos permitirá varias cosas. Uno, comprobar si hay carcoma. La carcoma huye como de la peste si le pones delante un bidón comprado en Figueras que amenaza con desengrasar a toda mecha. Dos, medir el pehache de la bodega, que no sabemos la utilidad inmediata que pueda reportar, pero seguro que es mucha. Tres, averiguar cuántos y cuántas habitan este cascarón, levantar acta de una vez por todas, por si el seguro aunque sólo sea. Etcétera. Sobre el punto primero puedo asegurar que no hay carcoma, incluso antes de destapar el recipiente, o sea que no hay caso. Detectaría un ruido de carcoma a cientos de metros de distancia, como un Arapahoe. Lo aprendí de joven, durante un taller de detección de ruidos mínimos, en el que no admitían a personas mayores de 30 años.
En el punto dos me veo obligado a hacer una pausa. El ph de la bodega es muy alto, pero no tengo aquí los instrumentos precisos para cuantificarlo, y si no hay datos exactos a ver con qué cara me presento yo ante la comisión de investigación. Si no es para argumentar que he sido yo el que ha subido, bajado o estabilizado el pehache, el análisis no me vale, y además el estudio tiene un coste inaceptable.
Llegados al punto tres, tengo que decir lo siguiente: no hay un censo preciso, así que en esto estamos como en el punto dos. He encontrado a Néstor, que lleva dormido desde que pasamos cerca de Gandía. Demasiado sueño para un adulto, diría Gila. Mañana o pasado le haremos la prueba de la dentellada. Si no chilla, ni está demasiado duro, igual nos lo comemos. Es broma, hombre, cómo nos vamos a comer a Néstor. Primero habrá que hacer inventario en la despensa, que parece que tiene relación con lo anterior, pero no.
El producto debe ser tóxico. Apenas vertido un tercio
sobre la cubierta, y esparcido con cepillos de raíz
marca Elcano, nos ha venido a todos un lloro incontenible.
De escozor, pero también de pena, que mediada la tarde
se ha transformado en nostalgia y después en melancolía.
No había hamacas suficientes, ni pañuelos donde
enjugar tal torrente, ni rojo bastante en el pantone para
igualar el de nuestras narices y párpados. Tendidos
por aquí y por allá, los intervinientes hemos
sucumbido a un sopor insuperable, pero al aire libre. Laurita
sigue diciendo «cómeme». Todos hemos soñado
lo mismo. Si alguien quiere saber qué es lo que hemos
soñado, tendrá que leer el capítulo siguiente.
Advierto que si nadie tiene el menor interés en saberlo,
me lo salto. A la una, a las dos, y a las tres. Me lo salto.
En el próximo capítulo:
Sin duda Sanlúcar .
© Jorge Silva 2005
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