Sí, me he despertado. Creo que mi proyecto para Nissan-Renault voy a tener que contároslo otro día, y lo siento por los interesados, no tantos en su número como seriamente preocupados cada uno de lo suyo. Pues a los muchos, variados y en buena parte insuperables problemas que aquejan al binomio franco-nipón es preciso darles conveniente salida. De otro modo, grandes calamidades acaecerán de aquí a no mucho. En Europa, América, África, Oceanía, y también en el chinapón.
Néstor se ha encontrado hoy con un amigo. Qué raro, hemos topado con un bajío y el bajel éste en el que nos hallamos, porque esto ni timonea ni nada, tuvo a bien hacer para nosotros fondo en una isla. Una islita pequeña, una roca, una especie de perejil mediterráneo y perfumado. Allí, entre dos peñas encaladas y bajo una higuera, Néstor ha traído a sus mientes la confirmación de que sí, de que el sujeto sentado del cuadro que todos veíamos mientras él trepaba era un conocido suyo. Ay este Néstor, qué rara y poco explicada es su vida. Era evidente que su amigo lo recordaba a él también, aunque no sabemos si al mismo tiempo, pues tampoco desde tal distancia atisbábamos cuál podría ser su edad, ni su linaje.
Sí teníamos plena constancia de la riqueza del enclave: olivos a todo tren, algunas palmeras, dos docenas de cabras y muchos alcornoques, nogales, olivos, higueras, robles y castaños, más un tilo, un madroño de Madrid, una hortensia cántabra, tres enebros, catorce hileras de geranios, una sombra de boletus edulis, cientos de cardos y un huerto bien provisto de lechugas, cebollinos, apio, albahaca, zanahorias, alguna patata, cebollas, nabos, tomates, brécol y distintas hierbas. Y un níspero, del que penden ristras de ajos. Qué lío de flora, qué parquedad de fauna, qué lujosa residencia la de aquel nuestro nuevo amigo, por más incluso que no fuera suya la casa.
Nos acercamos lo suficiente para averiguar que el juego de manos que entre ambos se traían no era mudo. Jugaban con índices y meñiques y habían desplegado una suerte de cartas marinas amarillentas y cuadriculadas, con dos lapiceros de muy tinto azabache, tan limpios como si con ellos se hubieran sólo firmado sentencias de muerte. Néstor y su amigo quedaban recortados contra un cielo jaspeado de hojas crepitando. Uno hablaba y el otro le respondía. Si el primero fallaba se invertían las tornas. Fuimos cobrando conocimiento del trasunto a medida de nuestra creciente proximidad a su núcleo. Lo que de lejos nos había parecido una conversación bien trabada, aunque llena de gestos repetitivos, de cerca resultaba incomprensible, y así nos llegó a las orejas, pues hasta quien sabe mucho termina confundiendo «oigo» con «escucho».
Decían así, a la altura de lo que encontramos:
— Y tobillos.
— Tocado.
— Cervicales.
— ¡Agua! Ahora pregunto yo. ¡Hígado!
— Agua. Me toca a mí. Mmmmmmmmm, ¡pulmón!
— Tocado.
— Riñón.
— Conjunto vacío.
— Repito: riñón.
— Cuál.
— El izquierdo.
— ¡Agua!
— He fallado, pero según las normas de la simetría no pierdo el turno sino que lo recupero, amigo, y lo siento. Y pregunto: el riñón derecho.
— Tocado.
— Pancreas.
— Agua. Ahora te voy a tocar en toda la línea de flotación, arrepiéntete bellaco: ¡próstata!
— Esa no vale. Di otra.
— Rodillas.
— Psssse, pues no sé si decirte tocado o hundido.
— Pues di lo que te parezca.
— Digo agua. Y te espeto: lumbares, ¡no! Mejor cefaleas…
Así siguieron un largísimo rato, hasta que quedaron ambos hundidos y felices.
Tras este acertijo anatómico, tan inoportuno por lo de los barquitos hundidos como inescrutable por el lenguaje mismo, nos dimos todos a una conversación larga y relajada, con higos, queso, pan con aceite, huevas en salazón y almendras de por medio. No faltó el vino de Calatrava, ni los mondadientes de Mahón, que hacen su función cuando la almendra no ha sido capaz de despachar la suya.
Como habíamos desembarcado muchos, pero no todos, aunque suficientes por lo que parece, consideramos la idea de pensar, desmenuzar toda alternativa, discutir y llevar a efecto algunas modificaciones en la embarcación. Por ejemplo un mástil telescópico, que nos permita cortar el viento sin lastre y de cuando en cuando navegar a toda vela. Dicho y hecho, ahorrándonos los pormenores y lo acaecido en los diez días siguientes, aquí está inmaculado el mástil al que me refiero, cuajado de velas, jarcias, obenques, burdas y riostras. Pintado de azul ultramar, en virtud no de que estemos en el mar mismo ni porque nos acose el afán marinero, sino a causa de los excedentes de tal pintura en este pueblo perdido. Dicen que de origen volcánico, y no conocía yo la existencia de volcanes en esta parte del cuadrante, aunque nunca se sabe. Dicen también que es una isla-pueblo que sale y se oculta, sale y se oculta, sale y se oculta, y así sucesivamente, que no es tampoco cuestión de repetir y repetir y repetir la secuencia por los siglos de los siglos que han pasado, y los que estén por venir. Que sube y baja, sale y se oculta, en resumen. Ahora bien, ¿qué pasa con sus habitantes, aunque sólo tengamos constancia de uno, además de las cabras y esos gorrinos ansiadamente negros que por cierto no han asomado la gaita? ¿Cómo se las arreglan la huerta y la foresta para sobrellevar la inmersión, si es que la superan? ¿Cuánto dura ésta? ¿Cuánto lo contrario?
Qué aguas estas, límpidas, verde-azul botella y cristalinas, como de Corfú y así. Aquí no hay algas, me parece. Las únicas que cabe atisbar en cien kilómetros a la redonda son las que cuelgan de «Agapito», nuestro barco. Ya no es posible hacer carrera de él. Podemos ponerle mástiles telescópicos y velas de tafetán, pero el alga, lo que es el alga, no hay quien se la quite. Lo peor no está a la vista. Varios racimos de una inquebrantable gelatina vegetal que seguro tiene nombre en inglés, y cabe que lo tenga en latín, rodean el Simca y lo tienen soldado a la quilla. Un chaval de Almería, de la Garrofa para ser más exactos, que viene con la recomendación de un carpintero holandés primo tercero de Miguelín, nos ha hecho notar que la toma del Simca por el alga no tiene marcha atrás. «No sé qué es hierro y qué es verdura», sentenció por primera vez hace varias semanas. Cuando tal cosa dijo, los que tenían que estar pendientes de eso y de otros detalles técnicos le hicieron el mismo caso que al graznido de una gaviota clueca, de manera que ahora tenemos un problema. Un problema serio y mixto, pues no es posible soldar alga con hierro, ni atornillar madera con lechuga, como no es posible, o así se nos dijo años atrás, cuando era conveniente facilitarnos tal información, sumar esturiones y manzanas, suspiros y crestas de gallo. Morcillo, que así se llama el muchacho de la Garrofa, se ha hecho muy amigo de Nadie, tal vez porque ninguno de los dos habla mucho, y así es improbable que uno de ellos se sienta atropellado por el otro.
La nave avanza, sin necesidad de remo, instrumento que nadie ha rechazado de manera ostensible, aunque ahora que me hacéis pensar en ello, recapacitando, compruebo con horror una evidencia pasada: cada vez que he ido a ofrecer a lo conocido de la tripulación una teórica sobre el remo, y eso que cada vez que lo hago paso una bonita cinta de Oxford contra Crambridge de cuanto no existía el doping, cada vez, digo, la audiencia se disipa, difumina y desaparece como por ensoñación. Dices «bogar el remo» y eso actúa como un linimento anestésico en sus conciencias. Houdini en estado puro. Muchos llegan a contener la respiración hasta tres minutos, con tal de que no se les adjudique un remo en propiedad. Bonito, muy bonito el remo, pero que remen San Saturio o San Sadurní, a medias, por esa concepción neonacionalista y liberal que desde aquí sugiero que se llame equiparir.
Decía que la nave flota y avanza, y eso que nadie boga. Ahí vamos, con algas colgando. Se enredan en las hélices, sí, pero también atraen peces y otros seres del fondo marino, de modo que gracias al siniestro colgajo vamos comiendo. Lo uno por lo otro. ¿Que de dónde sacamos tanta gasolina para que el Simca haga rún-rún? Eso os lo contaré otro día, si me deja la marejada, que deviene por momentos en fuerte marejada, mar arbolada y todo eso otro que no quiero ni mencionar.
En el próximo capítulo: Pies en polvorosa
© Jorge Silva 2004. |