El coche fue indispensable hace ya dos siglos para consumar los amoríos relatados en las novelas de adulterio. Madame Bovary y Anna Karenina se escondieron, tras las cortinas en movimiento rítmico de los coches de punto, para desfallecer en brazos de sus amantes.
En la proviciana Vetusta de la Regenta no existía esa posibilidad para que el pomposo don Álvaro y Ana Ozores refugiaran sus apremios. El acto se consumó ( ¡Jesús!) en el balcón entornado del Vivero y en la propia alcoba de Anita, rodeados del pueblo y de la servidumbre.
Aun así, el traqueteo de los coches no fue ajeno a sus amores. La misma tarde (de la primera noche) habían ido "... en el carro de Pepe, donde venían juntos, casi sentada ella encima de él, sin poder remediarlo".
Esa misma tarde, antes de llegar al Vivero, Fermín de Pas, el Magistral, sintió la primicia de una de las humillaciones tan habituales hoy en las carreteras. (Debemos de pensar, cuando nos adelantan, que nos pasará lo mismo que le sucedió a él). Para mayor escarnio, el Previsor iba solo en el coche y sin cortinas.
Don Fermín ya no se lo ocultaba a sí mismo. No daba nombre a su pasión, pero reconocía todos sus derechos y estaba muy lejos de sentir remordimientos. «Él era cura, cura, una cosa ridícula, puestas las cosas en el estado a que habían llegado.» Había comprendido que Ana sentía repugnancia ante el canónigo en cuanto el canónigo quería demostrar que además era hombre. «Y sí era hombre, ¡vive Dios que era hombre!, y tanto más que el otro; capaz de deshacerle entre sus brazos, de arrojarle tan alto como una pelota...» Dejaba de pensar en sus tristezas y en su cólera. Miraba como tonto los accidentes del paisaje, los palos del telégrafo que iba dejando atrás de tarde en tarde. Tuvo que levantar los vidrios de las ventanillas porque el polvo le sofocaba. El sol le aburría y le picaba; no había cortinas. El viaje se hacía interminable. Aquella media legua se había estirado indefinidamente.«El Marqués se había portado como un grosero no ofreciéndole un asiento en su coche. La culpa la tenía él, que había aceptado el convite. Pero ¿qué remedio?»
Oyó el estrépito de cascos de caballos que machacaban la grava reciente detrás de la berlina. Se asomó a ver quiénes eran los jinetes y reconoció a don Álvaro y a Paco, que pasaron al galope de dos hermosos caballos blancos, de pura raza española.
Ellos no le vieron; el placer de la carrera los llevaba absortos y no repararon en la mísera berlina que seguía al paso. Incapaz de toda noble emulación, el mísero jaco de alquiler siguió caminando lo menos posible, seguro de que la felicidad no estaba en el término de ninguna carrera de este mundo. Para comer mal siempre se llega a tiempo. Esta era toda su filosofía. El cochero debía de ser discípulo del caballo.
La veloz carrera del Magistral hasta el Vivero fue causa de nuevos peligros. Ya se habían ido todos a oír misa a San Pedro. Allí estaba Petra, criada de Anita, para «satisfacer como un miserable los apetitos más bajos». Al regresar a casa, de nuevo en la berlina, con toda la ropa mojada tras el chapuzón bajo la lluvia:
Dejó el Vivero, no tan a escape como él hubiera querido, sino a un trote falso que poco a poco se fue conviertiendo en un paso menos que regular.
Pero hombre, castigue usted a ese animal gritaba don Fermín al cochero . Mire usted que voy calado hasta los huesos... y quiero llegar pronto a mi casa.
El cochero, ante la perspectiva de una propina, descargó dos tremendos latigazos sobre los lomos del rocín, que vino a pagar así la ira concentrada por tantas horas en el pecho del Provisor. Aquellos latigazos los hubiera descargado de buen grado sobre el rostro de Mesía.
Cuando el miserable y desvencijado vehículo llegaba a las primeras casas de los arrabales de Vetusta, oscurecía. La noche, según había anunciado don Víctor, amenazaba con una nueva tormenta. Todo el cielo se cubría de nubes pardas que se ennegracían poco a poco. Ya se veían relámpagos extensos en el horizonte por el norte y el oeste, y de tarde en tarde zumbaba rodando un trueno allá muy lejos. (...)
Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, a todo correr, volver furioso al vivero a sorprender «lo que el presentimiento le daba por seguro, lo que no había pasado tal vez en el bosque, pero lo que estaría pasando en la casa... entre aquellos borrachos disimulados, y aquellas damas lascivas, locas y encubridoras...
Lo que tenía que pasar, pasó. En el balcón. Quizá salpicados por la lluvia. ( ¡Jesús!)
* Escrita por Leopoldo Alas "Clarín" y publicada en 1884. Textos obtenidos de la XX! reimpresión de Alianza Editorial (El libro de bolsillo)
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