Poca gente se plantea ir de vacaciones hasta Atenas en el coche. O hasta Estocolmo. Precisamente ahora, cuando coches y carreteras son mejores que nunca, se viaja de vacaciones en ese avión, peor que nunca, atiborrado de gente, que sale y llega siempre con retraso y escatima el placer del recorrido.
El cruce por diferentes países, dormir en ciudades de carretera o apartadas de las grandes rutas, utilizar diferentes monedas o atropellarse con todas las lenguas del camino es tan divertido o más que visitar la ciudad de destino.
De camping en camping o de hotel de lujo en hotel de lujo, el recorrido es el viaje. Un destino mil veces visto en fotos y revistas, del que se han escrito mil artículos y en el que el número de turistas supera al de lugareños no suele merecer más de un día o dos.
A esa ciudad que nos llama se volverá en otra época, será escala de otro viaje, nos mostrará aquello de lo que nos privó en la ocasión anterior y nos iremos de ella una vez más con la idea de volver.
La que no nos llama dejará de robarnos el tiempo. Una semana o quince días en un lugar puede ser inolvidable o tedioso. El coche colabora en la decisión. Quedarse es fácil, marcharse también.
El laberinto del recorrido nos aleja de otros turistas, nos lleva por lugares perdidos o no, permite desviarnos de la ruta o parar a cenar y dormir en cualquier lugar que nos atraviese.
Sólo es imprescindible cuidar bien el coche, saber que frenos, neumáticos y amortiguadores están en buen estado. Líquido de refrigeración y lubricante a su nivel (y aceite de reserva si el coche consume). En fin, el coche a punto, que también evita disgustos en los trayectos cortos.
Ojalá nos encontremos en aquel pueblecito de Turquía o en la misma Estambul, perdidos entre los helados lagos de Finlandia a la salida de una sauna o derretidos de calor en una blanca playa de Kenia. Con el coche cerca, listo siempre para volver o para ir todavía más lejos. |