Llevaba las uñas cuidadas. En el otro extremo de la mano izquierda, uno de esos desconcertantes relojes que encadenan a su origen a magnates y horteras. Y, entre uñas y reloj, la confianza del ministro. Confianza en esa mano izquierda que dirige parte, aunque sea mínima, de los destinos de un país. Me vacilaba la vista entre las uñas y el reloj sin poder centrarla en el espacio intermedio que me interesaba. Cómo se cuidan las manos de un chófer de ministro, qué precauciones toman, cómo se las adiestra.
Preguntaba como quien no quiere la cosa. Pero no soltaba ni un detalle sobre el horario de trabajo del miembro del gobierno, ni sobre los cursos de adiestramiento de los choferes, ni cómo resuelven los problemas de sueño al volante en los largos viajes. Nada.
Hasta que de pronto, de su lado, se soltó la bomba. Era el jefe de seguridad del ministro.
- A veces, por motivos de seguridad, tiene que conducir a más de 200 kilómetros por hora.
Las uñas estaban embutidas en los cinco dedos gruesos de una mano regordeta. Nada especial. Ahora sí podía verlas. Dejaban resbalar la satisfacción.
- Cuando vienen en el coche, los acompañantes del ministro se asustan. Yo los veo por el retrovisor. El ministro les dice que no se preocupen, que sé lo que me hago.
Doscientos kilómetros por hora, en un coche blindado de casi tres toneladas de peso. Un coche por fuerza perezoso ante una solicitud de los frenos o del volante. Pero da igual. El ministro va tranquilo, su chófer sabe lo que hace.
Le examiné también el resto del cuerpo. Nada que destacar. Será el reloj lo que emparienta a superman con los choferes de los ministros.
Porque si ese hombre entrañable ha sido capaz de aprender a ir a 200 kilómetros por hora en un vehículo desequilibrado, con toda la seguridad que requiere un ministro, estoy seguro de que muchos otros podemos aprender. Y si ese hombre está capacitado para tomar decisiones sobre la marcha, muchos otros podemos estarlo o lo estamos.
Los conductores de automóviles, todos mayores de edad, somos capaces de evaluar y decidir. Y sentimos sonrojo por los límites que nos imponen los legisladores y por la falta de respeto que nos tienen. Nos consideran capacitados para decidir quién debe legislar, pero no para decidir individualmente qué velocidad es adecuada para circular en cada circunstancia por cada carretera. Y la norma que insulta al ciudadano no suele ser respetada.
Es una atentado contra la inteligencia obligar a las gentes a comportarse como autómatas. Esa norma jurídica que contraviene la esencia misma del ser racional, que sólo se aplica gracias al poder y la coacción, no puede considerarse verdadero Derecho, decía Rousseau.
En la carretera, como en otros órdenes de la vida, son imprescindibles unas leyes, para que los que circulamos podamos predecir cuál será el comportamiento de los otros y actuar en consecuencia. Unas leyes que den cabida a choferes como los del ministro, con capacidad para tomar decisiones correctas en función de las condiciones generales. Que pueda evaluar en cada circunstancia si ir a 200 km/h es más, menos o igual de seguro que ir a 120 km/h. Y que pueda decidir y actuar con libertad.
El Derecho es y actúa como regla de orientación de las conductas libres. No puede ser un código que asimile a los ciudadanos a la categoría de borregos.
* Este artículo fue publicado el año 1995 por Javier Moltó en la revista Motor 16. Ahora lo vuelve a publicar ligeramente retocado en esta página. Las limitaciones de velocidad previstas en la reforma de la Ley de Tráfico y Seguridad Vial, que probablemente se apruebe en septiembre de 2001, dan actualidad a las reflexiones del autor. |