Cuando Flaubert escribía Madame Bovary, los motores de explosión pronto comenzarían a dar vueltas, al menos en la cabeza de alguno. Claro que no le hizo falta conocer este ingenio para saber que lo coches eran centro de atención de amplios grupos (convocados algún día en torno a una página de internet). A mediados del siglo XIX, Flaubert apuntaba detalles precursores de la situación actual.
La escena se sitúa en la feria de ganado anual de Yonville, acontecimiento único. Habitantes, asistentes, merodeadores y autoridades locales esperaban al señor prefecto:
Por fin, al fondo de la plaza, apareció un gran landó de alquiler arrastrado por dos caballos flacos que arreaba a brazo suelto un cochero con sombrero blanco. (...) Hipólito, el mozo de la hostería, acudió a coger de la brida los caballos del cochero, y cojeando del pie torcido, los llevó bajo el porche del Lion d'or, donde se aglomeraron muchos campesinos para mirar el coche.
El alcohol al volante también viene de largo, sin peligro aparente por aquellas épocas.
Se encendieron las estrellas (...) En este momento salió de la fonda el coche del Consejero. Su cochero, que estaba borracho, se adormeció de pronto, y de lejos, por encima de la capota, entre los dos faroles, se vislumbraba la masa de su cuerpo balanceándose de derecha a izquierda, al compás del cabeceo de las sopandas.
Más adelante, será toda una ciudad (Ruán) la que se arremoline alrededor del coche. Pero, al igual que el lector, no para ver el coche, sino para imaginar lo que pasa dentro. Así lo cuenta Mario Vargas Llosa en el prólogo de la edición que utilizamos:
El clímax erótico de la novela es un hiato genial, un escamoteo que consigue, justamente, potenciar al máximo el material ocultado al lector. Me refiero al interminable recorrido por las calles de Rouen del fiacre en el que Emma se entrega a León por primera vez. Resulta notable que el más imaginativo episodio erótico de la literatura francesa no contenga una sola alusión al cuerpo femenino ni una palabra de amor y sea sólo una enumeración de calles y lugares, la descripción de las vueltas y revuletas de un viejo coche de alquiler.
Éste es el pasaje al que se refiere Vargas Llosa
Pero León sacó vivamente del bolsillo una moneda blanca y cogió a Emma por el brazo. El suizo se quedó estupefacto, sin comprender aquella munificencia intempestiva, cuando al forastero le quedaban todavía tantas cosas que ver (...)
León huía, pues le parecía que su amor, que llevaba casi dos horas inmovilizado en la iglesia como las piedras, iba ahora a evaporarse como el humo por aquella especie de tubo truncado (...)
Pero ¿a dónde vamos?preguntaba Emma.
León, sin contestar, seguía andando con paso rápido, y Madame Bovary mojaba ya los dedos en agua bendita (...)
En la plaza jugueteaba un chicuelo.
¡Ve a buscarme un coche de punto!
El niño salió corriendo como una exhalación por la Rue des Quatre-Vents; se quedaron solos unos minutos, frente a frente y un poco azorados.
¡Ah León!... ¡Verdaderamente... no sé... si debo...!
Melindrosa primero, grave después:
Eso no se hace, ¿sabe?
¿Por qué? replicó el pasante. ¡En París sí se hace!
Y esta palabra la decidió como un irresistible argumento.
A todo esto no llegaba el coche. León tenía miedo de que Emma volviera a entrar en la iglesia. Por fin llegó. (...)
¿A dónde va el señor? preguntó el cochero.
¡A donde usted quiera! dijo León metiendo a Emma en el coche.
Y la pesada máquina se puso en marcha.
Bajó por la Rue Grand-Pont, atravesó la Place des Arts, el Quai Napoleón, el Pont Neuf y se paró en seco ante la estatua de Pierre Corneille.
¡Siga! dijo una voz que salía del interior.
El coche volvió a arrancar y, dejándose llevar hacia abajo desde el cruce La Fayette, entró al galope en la estación del ferrocarril.
¡No, siga derecho! gritó la misma voz
El coche salió de las verjas y en seguida, llegado al paseo, trotó despacio entre los grandes olmos. El cochero se enjugó la frente, se puso entre las piernas el sombrero de cuero y llevó el coche fuera de las bocacalles, a la orilla del agua, bordeando el césped.
Siguió a lo largo del río, por el camino de sirga pavimentado de piedras redondas, y, durante mucho tiempo, por la parte de Oyssel, pasadas las islas. Pero de pronto se lanzó de un tirón a través de Quatremares, Sotteville, la Grande-Chaussée, la Ruue d'Elbeuf, y se paró, por tercera vez, ante el Jardin des Plantes.
¡He dicho que siga! exclamó la voz más furiosamente.
Y, reanudando la carrera, el coche pasó por Saint-Sever, por el Quai des Curandiers, por el Quai aux Meules, otra vez por el puente, por la Place du Champ-de-Mars y por detrás de los jardines del hospicio, donde unos viejos vestidos de negro se paseaban al sol en una terraza toda verdecida de yedra. Subió por el Boulevard Bouvreuil, recorrió el Boulevard Cauchoise, después todo el Mont-Riboudet hasta la cuesta de Deville.
Volvió atrás, y entonces, sin plan ni dirección, al azar, deambuló. Se le vio en Saint-Pol, en Lescure, en el monte Gargan, en Rouge-Mare y en la Place du Gaillard-bois; Rue Maladrerie, Rue Dinanderie, delante de Saint Romain, Saint-Vivien, Saint-Marclou, Saint-Nicaise delante de la Aduana, en la Basse- Vieeille-Tour, en Trois-Pipes y en el Cimetière Monumental. De vez en cuando el cochero, en su pescante, echaba miradas desesperadas a las tabernas. No comprendía qué furia de locomoción impulsaba a aquellos individuos a no querer pararse. A veces probaba e inmediatemente oía detrás de él unas exclamaciones de cólera. Entonces arreaba fuerte a sus dos pencos bañados en sudor, pero sin cuidarse de los baches, tropezando acá y allá, no le importaba nada, desmoralizado como estaba y casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.
Y en el puerto, entre camiones y barricas, y en las calles, en las esquinas, los burgueses abrían unos grandes ojos pasmados ante aquella cosa tan extraordinaria en provincias, un coche con las cortinillas echadas y que reaparecía así continuamente, más cerrado que una tumba y tambaleándose como un barco
Una vez, en mitad del día, en pleno campo, cuando el sol pegaba fuerte en los viejos faroles plateados, salió una mano desnuda por debajo de las cortinillas de lona amarilla y tiró unos pedacitos de papel, que se dispersaron al viento y, más lejos, cayeron como mariposas blancas sobre un campo de tréboles rojos en flor.
Por fin, hacia las seis, el coche se detuvo en una callecita del barrio Beavusiene, y se apeó de él una mujer que bajando el velo, echó a andar sin volver la cabeza.
* Escrita por Gustave Flaubert y publicada en 1856. Textos obtenidos de la ocatava reimpresión de Alianza Editorial (El libro de bolsillo). Traducción de Consuelo Berges y Prólogo de Mario Vargas Llosa
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