Antes
de que pasara el primer piloto, Fréquelin y Jean Claude,
el otro piloto del helicóptero, buscan un lugar para
cronometrar. Cruzan el tramo, suben el terraplén, se
acercan a donde estoy yo, bajan el terraplén, vuelven
a cruzar el tramo y uno de los dos soldados se pone a gritar
como un descosido en lo que supongo que debe ser turco. El soldado
está a mi lado, subido al terraplén. Fréquelin
y Jean Claude, al otro lado, en un lugar probablemente seguro,
pero que al soldado le parece peligroso. Después de un
buen rato de gritar en turco, de llamar desesperadamente a su
compañero, que sabe inglés pero que debe ser sordo.
En la dirección en la que grita sólo se ven árboles.
Cuando nadie nos entendemos el recurso es gritar. Este hombre
lo emplea a fondo. Todos sabemos lo que quiere decir, pero Fréquelin
y Jean Claude, se hacen los suecos. Hasta que al soldado se
le ilumina la memoria
—Dangerous, dangerous!!— Grita desaforado
Y todos le contestámos
—Dangerous, no! Dangerous no!
¿Entiende el ‘no’? Espero que sí.
Me acerco y le explico con mi mejor inglés que Fréquelin
y el otro piloto del helicóptero saben mucho. Que no
se preocupe por ellos. ‘No dangerous, No dangerous’
le digo con mimo. —No dangerous?— me mira sorprendido.
Y se queda tranquilo. La verdad es que yo no estoy completamente
seguro de que no sea ‘dangerous’, pero sí
lo estoy de que Fréquelin sabe mucho y juzga mucho
mejor que yo si es ‘dangerous’ o no.
El soldado ya está plenamente calmado cuando se empieza
a oír el rugido de un motor. Todavía mira hacia
Fréquelin con dudas y a la cuesta del fondo del valle,
por donde debe aparecer el rugido en cualquier momento. Le
cuesta llegar. Ya está aquí. Se oye diáfano.
Pero no se ve. La subida es fuerte y se atraganta al salir
de la paella. No la vemos, pero por el sonido queda claro
lo que es. Tampoco vemos el coche, pero lo oímos toser.
Aparece, se cruza en la media a izquierdas, viene por la subida,
recto hacia nosotros, se tira hacia la izquierda, vuelve hacia
la derecha y pasa bajo nuestros pies, metido por la cuneta
y esparce rocas de todos los tamaños, una no tan pequeña,
por toda la pista. La de tamaño medio-grande se queda
justo en mitad del camino.
Aviso
a Fréquelin y me dice que sí, que ya la ha visto.
Pasan los coches. Es el último tramo. El ritmo no es
infernal, pero pasan muy rápido. Empiezo a hacer fotos,
a preocuparme por el encuadre, el foco y la velocidad. Pasa
uno, pasa otro. La piedra sigue siempre en el mismo sitio.
La piedra no parece afectarles. Está justo a la salida
de la curva. Se la encuentran de golpe y mide prácticamente
un palmo en cualquiera de las direcciones. Nadie la roza.
Con el empeño por fotografiarles no consigo ver por
dónde esquivan la piedra. Pasa Marko Martin y después
viene Sainz. Después de mirar las fotos recién
hechas, ajustar la cámara, prepararme para la última
foto, me acuerdo de la piedra. Miro hacia ella con la duda
de si ir a quitarla y veo a Jean Claude, el otro piloto del
helicóptero, en mitad del tramo. La piedra ya no está.
Le barre la curva a Carlos Sainz. Quita otros pedruscos, de
mayor o menor tamaño. Deja la tierra impoluta. Le han
mimado todo el rally y le siguen mimando. Él quizá
no se entere nunca. A saber la de pedruscos que se habrá
encontrado en cada una de las curvas. Pero en ésta,
ya que estamos aquí, que no haya problemas.
Viene Sainz. Me parece que el coche se le atraganta menos
que a otros en la cuesta. Llega a la curva del fondo. Va cruzado
como todos. Qué rápido va esta gente cuando
va despacio. Sale cruzado. Encara la subida que le lleva hasta
mis pies. Pasa por debajo de mis pies. El soldado se ha cansado
y ya no sé dónde está. Le hago la foto.
Acaba la curva, gira a la izquierda y desaparece detrás
de los árboles.
Se fue. Nunca más veré a Carlos Sainz en directo
en un coche de rallies.
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