Una de los comportamientos que distinguen al ser humano de los otros animales, queridos lectores, es que ellos no suelen confundir los medios con los fines. Nosotros, en cambio, tenemos una cierta tendencia a convertir lo uno en lo otro. Intentaré explicarme con algunos ejemplos.
Seguramente ustedes habrán oído a esas personas que usan ciertas magnitudes como argumentos, como «yo he leído x libros» o «yo he conducido n kilómetros». Eso son confusiones entre fines y medios.
Leer (según qué cosas) es un medio para adquirir conocimientos y criterio. El fin no es leer mucho, sino sacarle provecho a la lectura. Si después de leer muchos libros hay que citar lo que se ha leído, es que no se nota lo que se ha aprendido.
Hay personas que conducen bien cien kilómetros después de haber cogido un volante por primera vez. Otras, con la práctica, lo único que consiguen es afianzar sus errores y hacerse invulnerables a la crítica. No, el fin no debe ser conducir mucho, sino conducir bien. La práctica es un medio para conseguirlo, pero no asegura nada.
Otro ejemplo: inicialmente el desarrollo muscular era un medio para practicar un ejercicio físico o, más bien, una consecuencia de ese ejercicio. Ahora hay quien establece como fin el volumen de sus músculos, en lugar de en el ejercicio físico en sí mismo. Un bíceps hipertrofiado es el equivalente orgánico a las aletas ensanchadas de un coche sometido a «afinamiento» (me da nosequé escribir «tuning»).
Cada uno es muy dueño de hacer con su biblioteca y con su esternocleidomastoideo lo que le venga en gana, faltaría más. Lo malo ocurre cuando las confusiones afectan a personas distintas de quienes se confunden.
Un ejemplo de eso: la idea inicial —según me contaron— era que los partidos políticos deben conseguir el poder para gobernar, de acuerdo con sus ideas, con el máximo beneficio para los ciudadanos. Conseguir el poder era el medio, gobernar era el fin.
O me lo contaron mal, o algo ha cambiado, porque ahora el fin es conseguir el poder. Si el partido en cuestión ya lo tiene, gobernará para seguir teniéndolo. Si no lo tiene, dificultará el gobierno para conseguirlo. Ahora, el gobierno y la oposición al gobierno son medios para conseguir el fin del poder.
«La sofística es a la legislación lo que la cosmética es a la gimnasia», decía Platón en «Gorgias». Menos mal que el pobre Platón no se ha enterado de hasta dónde han llegado el sofisma y lo cosmético.
Cuento todo esto porque precisamente es una confusión entre medios y fines la raíz del mal que aqueja a este corresponsal y, por tanto, he titulado su carta:
Mal de amores enraizado en una confusión entre fines y medios
Señor Solo, yo soy ese en el que muchas personas han pensado: el marido de la que habla en el navegador de muchos coches.
Mi historia es la que escribiría cualquier guionista sin talento para una serie de televisión: escuchaba su voz en el coche, imaginaba cómo sería, decidí buscarla, la encontré, conseguí una cita a ciegas, era exactamente como había imaginado, se llamaba María, me declaré y nos casamos.
Después de conocerla, sentía escalofríos cuando decía «gire ahora a la derecha», con una pausa para hacerme recordar sus otros «ahora».
Me llegaba a temblar la pierna tanto que no podía manejar el embrague cuando —de noche— concluía «ha llegado a su destino». Al entrar en casa, me esperaba su sonrisa de complicidad, angelical y diabólica.
Nuestra casa siempre era el destino en mi navegador. A medio camino de cualquier parte, ella me decía «dé un giro de ciento ochenta grados». Cuántas veces lo hice, señor Solo.
Ya se imaginará usted lo que sigue. Ni las emociones más sublimes resisten la corrosión de la familiaridad. Dejé de temblar, dejé de esperar su sonrisa, dejé de hacer giros de ciento ochenta grados.
Ella también cambió; estaba más distante y su voz en el navegador se volvió casi metálica. Primero empezó a darme las indicaciones con una cierta indiferencia y, para mi sorpresa, eso me resultó indiferente. Después —algunas veces— me sentí ligeramente irritado por lo tajante de sus órdenes.
Escribió Tobías Ladybird que «el amor es el tallo que queda cuando las flores del enamoramiento se marchitan». Suponía él, como todos esos empalagosos dramaturgos de su escuela, que después del enamoramiento ha de quedar algo.
¿Sabe cómo descubrí yo que no? En el servicio técnico, mientras intentaban cambiar el filtro de aceite, me desprogramaron el navegador y empezó a hablar en francés. Traté de que lo solucionaran, pero en ese momento tenían mucho trabajo; lo harían después de una semana, con mucho gusto y sin cargo alguno.
Como la única palabra que sé de francés es «curasán», no hacía más que perderme. Qué momentos tan deliciosos, señor Solo. Escucharla era como paladear una pequeña ola de un licor exquisito mientras suena música a oscuras. Podía entender su idioma para mí incomprensible: me estaba llamando. Me estaba diciendo que diera un giro de ciento ochenta grados y fuera hacia ella.
La crisis que me ha empujado a escribir a su consultorio ocurrió anteayer. María y yo íbamos en el coche cuando, antes de que pudiera evitarlo, su voz sonó en el navegador. María calló un instante tras el que, de una forma aterradoramente serena, me preguntó «¿quién es esa?». Sus ojos centellearon reproche y solo atiné a balbucir excusas sobre el servicio técnico. Ninguno de los tres dijimos nada en ese viaje. Prácticamente, ninguno de los tres hemos hablado hasta hoy.
¿Qué puedo hacer, señor Solo? ¿Cómo puedo salvar mi matrimonio?
Antes de seguir, mi querido amigo, debemos hacer unas reflexiones sobre el matrimonio que quiere salvar.
El matrimonio no es un fin en si mismo, es un medio para alcanzar algo. Reconozco con vergüenza que no sé qué, pero me parece claro que con algún propósito fue concebido (no, la estabilidad social —si la hubiere— es una consecuencia, no una causa).
Efectivamente, hay quien quiere contraer (vaya verbo) matrimonio. Pero en muchos de esos casos el fin no es realmente estar casados, sino casarse. Es decir, el fin es esa esperpéntica colección de rituales absurdos, generalmente con ánimo de lucro, llamada boda.
Así pues ¿qué es lo que quiere usted salvar? No será el matrimonio como tal, sino la posibilidad de que la convivencia con María sea rentable emocionalmente a largo plazo. Esa es la variable fundamental que debe estimar para afrontar su problema.
Usted puede estar pluriempleado, puede tener doble nacionalidad e incluso puede ser socio de los dos clubes de fútbol más enconadamente enfrentados pero —por alguna razón que también desconozco— la bigamia es un delito.
Por tanto, bien puede tratar de restablecer con relación con María, o bien abandonarla en pos de otras más sugestivas.
En caso de que resuelva seguir con María, es mejor que renuncie a esas veleidades con la desconocida ninfa francohablante. Consiga que borren su voz en el navegador. Después, experimentará un dolor genuino, llorará en el coche, sentirá escalofríos cuando casualmente oiga alguna palabra en francés, puede que se compre un disco de Jacques Brel para martirizarse. Le ocurrirán cosas así u otras peores entre uno y seis meses. Finalmente este episodio será como una enfermedad infantil, un recuerdo de dolor que no duele.
Si cree que no puede usted sustraerse al desorden hormonal que le causa esa voz en el navegador, corra tras ella. Pero antes debe hacer una comprobación que puede evitarle una gran pérdida de tiempo: oiga todas las voces del navegador. Despeje todas las posibilidades, desde la cantarina voz de una italiana hasta la rotunda de un noruego.
Hay una tercera alternativa, que es la que yo le aconsejo: quédese solo una temporada. Coja su coche, un mapa de carreteras y piérdase. Dedique horas en soledad a reflexionar acerca de lo que espera de la compañía.
En la última canción de su último disco, Camel nos advertía de que no hay segundas oportunidades y de que nada permanece (cita). Un poco de autocompasión no hace daño pero, como dice Camel, no dé los días por perdidos.
Despedida y cierre. |