Imaginad el siguiente juego, queridos lectores: os urgen a que elijáis un compañero con quien acometer una empresa de la que nada sabéis, solo que es difícil y que la recompensa es grande.
Para elegir el compañero entre varios posibles podéis hacer una pregunta acerca de una cualidad suya, que será contestada con veracidad. Podéis preguntar —por ejemplo— si un candidato a ser vuestro compañero es fuerte, si es inteligente, si es leal, si es tenaz o si es hábil. Sólo una pregunta ¿Qué pregunta sería?
Entre las que habéis pensado ¿es una de ellas el color de sus calcetines?
Algo así está considerando este corresponsal, según nos cuenta en esta carta que intitulo:
Lucha de clases con chandal, tacones y un Citroën C2
Estimado señor Solo:
Trataré de explicarle la situación en la que me encuentro siguiendo el orden de los acontecimientos.
Todo empezó el día que nuestro club de squash (Círculo de Hijos de Consejeros Delegados) se cruzó en un torneo con el del Instituto Técnico Nuestra Señora del Intercooler. El instituto en cuestión se halla en la zona este, por algún lugar que el navegador de mi Audi no conoce y yo menos. Acabé en el aparcamiento de un hipermercado, del que ninguno de los dos sabíamos salir.
Entré en él y me dirigí a una de las cajeras para preguntarle por la salida y por el Instituto. La verdad es que podría haber preguntado a cualquiera pero, para qué nos vamos a engañar, en quien me fijé fue en la cajera.
«Yo voy para allá. Mira a ver si te compras algo mientras cierro la caja y me cambio». La naturalidad con que lo dijo, su sonrisa y un botón mal abrochado de la camisa hicieron que aceptara sin pensarlo. Hasta miré a ver si me compraba algo.
Qué artículos, señor Solo. Qué atuendos. Qué forma de hablar, qué ademanes. Es otro mundo, señor Solo, otro mundo. Estaba mirando a un ciudadano forcejear con un ciclópeo paquete de cervezas marca «Cerveza», cuando ella me agarró del brazo. «Vamos, que habrá mucho atasco», me dijo, como si nos conociéramos de diez meses en vez de diez minutos.
No sé si usted habrá experimentado una especie de vértigo producido porque le parezca normal una situación absurda. Así estaba yo en mi coche, dentro de un formidable atasco, con una chica a la que no conocía de nada, vestida como si saliera del catálogo de algún hipermercado llamado «Megaganga» o «Ultrahorro».
Cincuenta minutos estuve en el atasco. Son los cincuenta minutos más deliciosos que recuerdo. Fuen (aborrezco los diminutivos, pero es que se llama Fuencisla) es despierta, ingeniosa y tiene un punto de vista de las cosas que me sorprende y me hace pensar.
Y, además, me río mucho ella. Cuando llamé para decir que no llegaba al partido, me quedé callado porque no se me ocurría ninguna excusa buena y me daba vergüenza decir que me había perdido. En ese momento ella se puso a jadear vehementemente. Mientras la miraba atónito, escuchamos por los altavoces del teléfono integrado «Bueno hombre, ya veo que es por una causa justa ¿Habrás acabado para el domingo por la mañana?».
Quedé con ella el domingo después del partido. «¿Has ganado?». «Sí, pero es que el otro era muy malo. No he podido ni sudar». «Habrá que arreglar eso». El sobresalto se me notó en la ese que hizo el coche. Para llevar la conversación a otro lado, le pregunté si siempre iba con chandal y tacones. Bajó la ventanilla y se puso a cantar:
Con mi chandal y mis tacones,
arreglá pero informal,
domingo por la mañana
él me saca a pasear.
«Sevillanas de los bloques —me dijo—. De Martirio. Así que al señor no le gustan los pantalones de chandal. Entonces tendremos que ir a algún sitio donde me los pueda quitar».
La forma en que se los quitó, señor Solo, hizo que se me olvidara mi extracción social, mi currículum vítae y la madre que me parió. Y sudar, como si la pista de squash midiera lo que el aparcamiento del hipermercado.
Ahora se ha comprado un coche, un Citroën. Aquí la tiene —con su chandal y sus tacones— el día que se lo dieron. Y aquí sale acompañada de su primo Johnathan José, un día que se puso una bufanda para ir a una boda, porque había perdido su corbata en la boda anterior.
La quiero señor Solo pero ¿cómo puedo introducir en mi ambiente a alguien con esa ropa, con ese coche o con esa familia? Mi madre se morirá el día que un sacerdote diga «¿Tomas por esposa a Fuencisla Demán...?», si es que no se muere al verla.
Álvaro de Jeantaud y Ackerman
Querido Álvaro, veo en su relato tres posibles problemas que debemos estudiar por separado.
Mientras leía su carta, escuchaba a Genesis decir que las arenas del tiempo son erosionadas por el río del cambio constante (cita). El día que Genesis publicaba esas líneas se circulaba con pantalones de campana. Después del 78 lo podrían haber crucificado por ello. Ahora volvemos a verlos ¿Qué será lo próximo? ¿Calcetines blancos? ¿Bañadores marconi? ¿Boina?
Sólo necesita usted un poco de distancia para comprobar que no hay nada intrínseco en la vestimenta que pueda hacer de ella una categoría. No es así, entre otras muchas razones, porque en la naturaleza de objetos suntuarios —como la ropa— está el cambio constante al que hace referencia Genesis.
Dedicar sumas importantes a seguir tendencias vanas y volubles es una buena forma de demostrar que se poseen recursos muy por encima del nivel de supervivencia, que es para lo que sirven los objetos suntuarios.
Si su amada Fuencisla fuera vestida exactamente igual que ahora y siguiera conduciendo su Citroën C2, pero tuviera una renta superior a la que tiene en proporción de uno a un millardo, usted lo consideraría una excentricidad encantadora, o tal vez pensaría que es una precursora en materia de estilo. No, el problema no es la ropa ni el Citroën.
El problema es —quizá— lo que la ropa o el Citroën hacen evidente para usted: que Fuencisla procede de una clase social muy distinta a la suya.
Le propongo que haga un conjunto con todos los signos que pueden servir para adscribir a un individuo a su clase social; por ejemplo, el lugar de residencia, los hábitos de consumo, el lenguaje o la renta per cápita. Haga ahora un conjunto con todas las causas por las que se siente atraído por Fuencisla. Si no hay ningún elemento común entre esos dos conjuntos, entonces es que todos los elementos del primero son irrelevantes para usted.
Y aquí llegamos al tercer posible problema: lo que Fuencisla es, no para usted, sino para otras personas como su madre o sus amigos. Tiene usted en un lado a todas las personas con las que se ha relacionado hasta ahora, en el otro tiene a una chica atractiva, brillante, abierta, seductora y...
Créame que he meditado mucho sobre cómo afrontar este obstáculo. He pensado que podría ponerle el escudo de su Audi al Citroën de Fuencisla para embaucar a su madre; total, entre A2 y C2 sólo va una letra. Pero el engaño tendría que ser mucho más amplio y complejo. Todo se podría venir abajo el día que el primo Johnathan José salude a su madre de usted.
Es doloroso tener que decirle esto, querido amigo, pero una de las primeras cosas que debemos aprender es que hay problemas que no tienen solución. Rompa con Fuencisla. Olvídela. Haga un esfuerzo supremo de voluntad, piense en el chandal, los tacones y el C2.
Ella sufrirá, ciertamente, pero el camino que llevan conduce inevitablemente al sufrimiento. Abandónelo cuanto antes. Lo único que queda es su mano para aliviar el dolor de Fuencisla es proporcionarme su número de teléfono, para que yo pueda concertar una cita y tratar de consolarla. |