En esta ocasión, queridos lectores, no vamos a tratar de sentimientos relacionados con intercambio de humores.
Vamos a atender, en cambio, a las tribulaciones automovilístico existenciales de alguien que se esconde bajo el nombre del Caballero Inexistente, en una carta titulada:
El criterio de autoridad y lo malos que son los coches hoy en día
Estimado señor Solo:
Le escribo para hacerle una pregunta pero, para que tenga usted algunos elementos de juicio, le contaré un poco mi vida.
Yo crecí en Madrid, hace tiempo bastante para haber conocido a un sereno en el ejercicio de su profesión. Se llamaba Fermín y era un señor muy alto, que hacía las cosas lentamente y que —aunque a mí me sonreía— tenía un aspecto grave y perfectamente cilíndrico. Esa forma geométrica la producía el abrigo, cosa que yo entendía inmanente al serenismo (por no decir a la serenidad); para mí era inconcebible que debajo de un abrigo de sereno hubiera una persona.
También tengo bastantes años para poder conservar una imagen borrosa en blanco y negro de un cohete que tiró la NASA para ir a la Luna. Y cómo, un tiempo después, se pudo ver a Armstrong paseando por allí. El cohete se llamaba Saturno V, el módulo lunar se llamaba Águila, y con Armstrong fueron Collins y Aldrin. Mis recuerdos más antiguos son algunas aterradoras pesadillas infantiles y esos datos sobre el viaje a la Luna.
La imagen de Fermín se me quedó como la representación de la autoridad. Como era el que más mandaba de noche, mandaba más que la policía (mandar de noche es mandar más que mandar de día, pensaba yo). La NASA se constituyó en el ideal de perfección técnica. Las cosas más difíciles sólo las podía hacer la NASA, todo lo que hacía la NASA era lo mejor en su género y, si la NASA no podía hacer algo, es que era imposible.
A partir de ahí, me dio por convertir en categoría a personas, animales, cosas, hechos o instituciones. No soy crédulo pero sí ingenuo; lo bastante para no haber procedido nunca contra esas imaginaciones. Así fui haciéndome viejo sin acabar de hacerme mayor.
Así llegué a 1999. Fue el año en que la misión Mars Climate Orbiter fracasó porque alguien no convirtió bien las millas en kilómetros. Tres meses después seguía intentando asimilarlo, cuando el Mars Polar Lander se estrelló contra el suelo marciano. Con él se estrellaron también los viejos ideales, referencias y estructuras que me quedaban.
De hecho, mientras voy escribiendo esto, se me ocurre que Fermín bien podía haber sido flatulento, meterse el dedo en la nariz en los semáforos o incluso usar su abrigo para ocultar el pudendo en incursiones exhibicionistas por el Parque del Retiro (que es el parque que estaba frente a mi casa de Madrid). Seguro que si consulto ejemplares remotos de «El Caso» encuentro truculentos relatos del sereno satiriásico del Retiro.
Casi todo esto viene a que yo me dediqué a lo de los coches y que, a causa de esa ingenuidad (o estupidez, que ya no sé), tenía mucha confianza en la tecnología. Me he pasado mucho tiempo en la convicción de que las cosas eran tanto mejores cuanto más avanzadas técnicamente, de que cambio implicaba progreso.
Y ahora, no sé si desde 1999, los coches cada vez me parecen más malos. La causa principal de que me lo parezca es que los veo muy lejos de dar el servicio que tienen que dar, con un gasto de los recursos que considere razonable. Antes era una satisfacción escribir de coches con muchos cilindros, muchos litros, muchos caballos y eso. Ahora hacerlo me da repeluco (creo que ustedes dicen repeluzno).
No es ya que, en condiciones normales, sólo se aproveche el diez por ciento del combustible que queman (algo que debería conducir a los ingenieros al suicidio, digo yo). Es que —además ahora— los coches no están hechos para durar, sino para ser «consumidos».
Ya, la culpa no es sólo de los que hacen coches. Es de todos nosotros (o casi) por vivir como vivimos y querer lo que queremos. Algo estamos haciendo mal ahora y no sé lo que es.
Los que éramos chicos en la época de los serenos y del viaje a la Luna tirábamos el boli después de que se acabara la tinta. Y aún probábamos métodos ingeniosos para recuperar alguna isla de tinta que se quedaba en la mina. Ahora tiro bolis casi nuevos porque tengo demasiados, y eso que no compro ninguno. Hay demasiados bolis tirados y por tirar, y coches también.
A este descreimiento por la tecnología se le ha juntado que mi curva de aprendizaje sobre coches (bueno, sobre cualquier cosa) se ha convertido en un muro. Como veo que sus citas musicales van siempre por el mismo estilo, pero no ha pasado usted del año 80, le daré una algo más reciente. Decía Tiles, en 1999, que «cuanto más escucho, menos parece que sé» (cita). Pues así estoy yo, salvo que me sobra el «parece». Cada día me entero de menos, y no me apetece nada ponerme a escalar muros, ni siquiera a subir cuestas. Prefiero dejarme resbalar hacia una sosegada ignorancia de todo.
No tema, ya vamos llegando a la pregunta.
Conozco a otros profesionales de los coches —bien en la misma posición que yo o bien con otros puntos de vista— que coinciden en que ahora los coches son más malos. Eso es lo que me hace dudar.
Si no hubiera más personas con esa opinión, tendría la certeza de que antes cometía un error de apreciación o de que lo cometo ahora (o ambos). Si fuera yo sólo, supondría que he cambiado el criterio, que estoy en crisis o que yo qué sé. Como no es así, la pregunta es:
¿Seré yo, maestro?
Agilulfo
PS. Esto lo escribí antes de leerme su anterior consulta, donde intentaba levantarle el ligue al corresponsal. Viene a ser como si hubiera pillado a Fermín haciendo de sereno satiriásico. Lo que más me encorajina es que todavía descubro que voy fabricando autoridades a partir de personas como usted, que no son nada más que personas. Borre lo de maestro.
Estimado Agilulfo:
Que no le quepa duda de que es usted.
Por el mundo circulan coches y personas que son como son. La única diferencia es que los coches son siempre iguales y las personas no tienen ese tipo de existencia.
Usted, como tantos otros optimistas, se amarga porque las cosas y las personas no son como usted cree que podrían ser. Es usted optimista precisamente porque cree que los coches y las personas podrían ser mejores. Los pesimistas como yo, en cambio, estamos satisfechos con lo que hay porque siempre es mejor de lo previsto.
Según una cita muy citada de George Bernard Shaw «el hombre razonable se adapta al mundo. El no razonable persiste en intentar adaptar el mundo a él. Por tanto, todo progreso depende del hombre no razonable».
A lo mejor le sirve de consuelo, pero créame que no conduce a nada bueno hacer de Fermín el ideal de autoridad, de la NASA el de perfección técnica y de mí algo parecido al ideal de conducta ejemplar. Le diré más, no solo me meto el dedo en la nariz, sino que Fuencisla sostiene que ronco («le pasa a todos los tigres», añade).
El problema que me describe radica sencillamente en que también tiene una idea muy elevada de usted mismo. La solución que le brindo es sencilla: acepte de una vez que nunca se acabará de hacer mayor y dejará de sorprenderle que no lo ha conseguido. Es usted así de ..................... (ponga ahí el adjetivo que los dos estamos pensando), así que no espere nada más.
Acerca de su otro problema, que expone usted deslabazamente, le diré que lo mejor que puede hacer es seguir luchando. No es que sea más heroico, no garantiza mejores resultados y ni siquiera me parece más admirable. Se lo recomiendo porque creo que será lo más cómodo para usted. Dice mi colega Juan Manuel Pichardo que cuando anda despacio se cansa más. Me parece claro que a usted le ocurre lo mismo, se iba a cansar de no hacerlo, así que siga luchando como sugiere Satellite (cita), un grupo polaco formado en este año 2003.
Tiles, mi querido amigo, no es nada nuevo; más bien al contrario, lleva mucho retraso con su siguiente disco «Window Dressing». Si quería usted impresionarme con sus conocimientos de rock progresivo actual, lo tenía muy difícil: en eso soy una autoridad. |