Comienzo este consultorio automovilístico sentimental con la carta de un noble que padece; los males del alma no entienden de alcurnia.
Sí hijos míos, de toda condición pueden ser quienes se enamoran de una idea que ellos mismos encarnan en un cuerpo. Pero ¡ay! la realidad es obstinada y, pronto o tarde, la idea se desvanece y queda el cuerpo. Es entonces cuando el desdichado amante —ciego— se siente traicionado por el objeto de su amor, inocente y perplejo.
He retocado su prosa al final, para no herir a los más sensibles de mis lectores. No obstante, reproduzco íntegro el texto, con objeto de que sea patente el azoramiento de este corresponsal nuestro, cuya carta he titulado:
Una dolorosa muestra del mal que entraña la sublimación del amado
Estimado señor Solo:
El problema que me atenaza es de tal naturaleza que he relevado de su tarea a mi amanuense, soy yo mismo quien empuña la pluma que escribe estas líneas.
Debo retrotraerme a mis comienzos como automovilista para poder explicárselo. Verá usted, siempre he sentido una atracción por la marca Rolls-Royce que me atrevería a calificar de turbadora.
Mi posición, claro está, me habría permitido poseer alguno, pero siempre he acabado desestimando la idea para adquirir otros vehículos más funcionales, con especial preferencia por los de doce cilindros.
Pero no podía, mi querido señor, evitar una cierta desazón cuando en el club, en el puerto o en el hipódromo pasaba cerca de algún Rolls-Royce. Experimentaba una rara alteración y un deseo de mirar a la esbelta estatuilla que los corona. Soy persona discreta y jamás cometo la ordinariez de mostrar afectos en público, especialmente por las cosas materiales. Aun así, no podía evitar lanzar una mirada de soslayo a esta estatuilla.
Cómo explicarle el sobrecogimiento que me producían los reflejos que esa figura me devolvía. Cómo manifestarle la zozobra en que caía cuando, furtivamente, la mirada de la bella —metálica y lejana— se cruzaba con la mía.
Rolls-Royce pasó a manos continentales. Apareció el Phantom, con motor de doce cilindros. Las inconveniencias que me habían servido de excusa hasta ahora se desvanecieron. Hice que adquirieran para mí un Phantom de un sobrio color gris, que mi servicio llevó hasta las cocheras de una de mis mansiones más apartadas del bullicio de las ciudades.
Usted, que es persona mundana, habrá experimentado ese sentimiento que da tener a su disposición a alguien previamente deseado. Con ese placer concilié el sueño y también con él me desperté. En el desayuno hice las disposiciones para que aparejaran el Phantom y me dejaran solo.
Me acerqué a él. Recorrí su silueta con la mano. Sentí cómo me quemaba su frió. Cerré los ojos. Los abrí. No tuve que buscar su mirada, ella me estaba esperando.
Ésta fue la cara que me miró. Ésa fue la cara que hizo que el viento de la duda helara mi pensamiento. Yo había visto antes esa cara mas ¿dónde?
Pronto la duda devino en negra certeza. Mi alma quedo amargamente desgarrada al desentrañar la respuesta. Bastaba imaginar algunos rasgos y algunos efectos para ver cómo aquel rostro se tornaba en este rostro.
Sí, mi querido señor Solo. En ÉSTE rostro.
Me cago en los putos muertos del imbécil que le puso a la mierda la estatua la cara Harpo Marx a ver qué hostias hago yo ahora con el coche de los huevos que cada vez que toco el jodido claxon me imagino que está el cabrón del mudo ahí delante haciendo moc-moc con la bocina y descojonándose de mí por lo gilipollas que soy.
Cojostia.
Aprovecha gustoso la ocasión para transmitirle el testimonio de su consideración más distinguida:
Wolfgang von Zweifachvergaser
Decimonono Barón de Luftmassenmesser
Querido Barón:
El objeto de su confundido amor no puede ser más inmutable. Por tanto, debe reconocer que solo usted ha sido quien ha edificado su deseo entorno a él, y solo usted quien lo ha derribado.
Mi consejo para usted es que debe esforzarse para dibujar una línea nítida entre los hechos y sus ensoñaciones. Bien está deslizarse por la placentera pendiente de la imaginación, pero siempre que seamos capaces de asirnos a la realidad antes de que la caída se torne peligrosa. Cuánta razón tenía Caravan cuando decía que «los sueños siempre acaban demasiado pronto» (cita).
Dadas sus actuales circunstancias, le brindo la siguiente solución: cuando utilice su Phantom como coche de representación (es decir, cuando vaya con él al teatro), añada al sombrero de copa con el que irá tocado una peluca con guedejas rubias. No estaría mal que, además, se procure usted una bocina. Y lo ideal sería que, antes del segundo acto, esté usted persiguiendo a alguna archiduquesa.
Estoy convencido de que, después de obrar de tal suerte, verá a su estatuilla con otros ojos. No sé si al mirarla experimentará un agradable sentimiento de complicidad, o si más bien le pegará fuego al coche, pero en cualquiera de esos dos supuestos se acaba su problema. |