El regalo de un día de invierno despejado obliga a dejar la autopista a la entrada de Italia para acercarse al Lago di Como. No hay orillas más bellas que ésta, ni posibilidad de detenerse si queremos llegar a Venecia de día. Italia es velocidad y los coches vuelan.
En la autopista que va desde Milán a Venecia no hay nada que ver y nada nos detiene salvo los peajes. Pronto se acabará el lío de las monedas, pero de momento, para entrar con coche en Italia conviene llevar liras. En el primer peaje, que cuesta sólo mil liras (poco más de ochenta pesetas) no admiten tarjetas de crédito, al menos por la garita que pasamos nosotros.
Llegamos a Venecia, la ciudad del León alado. El nuestro, sin alas y sin branquias, se tiene que quedar en el aparcamiento del Tronchetto una vez cruzado el Puente de la Libertad. La luz es ya crepuscular y la humedad helada. Dejamos al León encargado de guardar maletas y enseres mientras un vaporetto nos acerca hasta el Puente de Rialto, en busca de hotel. La humedad se posa en las manos y la cara a ritmo de vaporetto. Buscar hotel, tarea siempre ingrata, es peor entre canales.
Con la luz de la mañana vuelve la sonrisa. Venecia es una ciudad bella y decadente en esta época de tránsito rodado. Pero cuando no existían los vehículos de motor, estos canales que ahora son un freno para el tráfico y el comercio fueron precisamente los propulsores de su esplendor. Diez mil góndolas surcaban los canales de Venecia antes de la peste del siglo XVI, transportando materiales y personas de puerta a puerta. Ahora sólo quedan unos pocos centenares, dedicados a transportar turistas sobre las aguas. |