Me cuenta Juan Manuel Pichardo que, desde hace un par de años, en un cuarto de las carpetas de prensa que ha leído (y lee muchas, el pobre) aparece una mención al «DNA». El DNA de la marca, lo que el coche tiene en su DNA, el DNA deportivo, diseño con DNA. El deneá por aquí, el deneá por allá y, de cuando en cuando, el adeene.
Tanto deneá es un signo de estos tiempos de genoma y tal, pero a lo que alude esa metáfora ya manida es a algo nombrado con otras metáforas, manidas hace más tiempo. El deneá es la aproximación biológica, están también la metafísica («esencia»), la animista («espíritu»), la folclórica («tradición»), la administrativa («identidad»), la seudopolítica («política») o la seudofilosófica («filosofía»).
Me pregunto cuál será el procedimiento por el que la gente acepta que en las empresas que fabrican coches tienen esencias, espíritus, filosofías y cosas de esas. Ciertamente, a algún creativo poco creativo le puede venir bien echar mano de esas metáforas, son socorridas para una presentación de márquetin, sirven de levadura para las carpetas de prensa y, a veces, acaban en las informaciones de los medios que transcriben las carpetas de prensa. No pasa nada por usarlas, puede ser divertido, hay quien lo hace magistralmente y hasta le da categoría a las manidas metáforas de siempre.
Pero creerse las metáforas puede ser hasta peligroso, como advertía Thomas Szasz (cita). En este caso, es mejor ver que la suposición de que existen esos entes no supera un pequeño análisis.
A ver. No conozco a nadie que diga que la empresa donde trabaja funciona como debiera, bien por causa de jefes ineptos, bien por subordinados vagos o bien por ambas cosas. Sin embargo, alguno de los que ven vigas, pajas y muchas otras cosas en el ojo propio, aceptan con enternecedora candidez que una marca de coches es un lugar ideal, donde todo aquel que entra queda poseído por nosequé espíritu o clonado con las necesarias alteraciones en su deneá.
A mí, en cambio, me da la impresión de que la distribución de jefes ineptos y subordinados vagos es más o menos uniforme. No creo que en el servicio de recogida de basuras de su ciudad, en el departamento técnico de su proveedor de Internet o en la NASA, la proporción de incompetentes sea sustancialmente distinta a la que hay en el lugar donde se proyecta un motor de doce cilindros y tropecientos caballos.
Siempre que encuentro algo parecido a un «Decálogo de la marca», está puesto en el lugar apropiado para que lo vean las visitas o los clientes, más que los empleados. Por supuesto, ninguno de los mandamientos del decálogo tiene pinta de estar ahí desde la fundación de la marca, sólo desde que se le ocurrió a alguien con ínfulas bíblicas.
Eso es algo normal, porque las marcas son virtuales. Quienes proyectan y fabrican los coches son grupos humanos que nunca tienen la dimensión «histórica» que se le presume a las marcas.
A eso hay que unirle que la variabilidad de un grupo humano muy raras veces es mucho mayor que la de un rebaño de ñus. Por tanto, las relaciones dentro de las marcas de coches son las que usted ya ha visto en otros lugares: Francesco está cabreado porque le han colocado al lado a Wolfgang, que solo pidió el cambio para tener más a tiro a Catherine, que no se aviene a un ayuntamiento carnal porque se podría enterar Peter, que está colocado ahí como espía de Manolo, que quiere saber por qué está cabreado Francesco.
No entiendo cuáles son los mecanismos tangibles que preservan los valores eternos. Si ocurriera que un creyente llega a un lugar donde tiene capacidad para decidir, la realidad lo llevaría pronto a la apostasía o al desempleo. No veo cómo pueden encajar en un negocio el deneá y todas esas cosas. Y tampoco me explico qué falta hace.
Ferrari —por ejemplo— lleva mucho tiempo fabricando lo mismo: objetos suntuarios que conservan muy bien el valor, e incluso pueden ser una buena inversión. Al que no se puede comprar uno, Ferrari trata de colocarle prendas de vestir, cochecitos de juguete o la adscripción «Club» donde sólo hay cosas que otras marcas dan gratis, como fotos de sus coches.
Ferrari podría ponerle el caballito a una bolsa para palos de golf o a cualquier otra cosa de esas que algunos necesitan exhibir, y nadie se escandalizaría por ello. En cambio, si fabricara un todo terreno con motor Diesel, habría gritos en el cielo jurando por la tradición, la identidad, la filosofía y hasta el deneá.
Me faltan datos para saber si el negocio de Ferrari quedaría alterado o no por la existencia de un todo terreno Diesel. Como todas las supersticiones, ésta tiene efecto en quien se la cree; no hace falta que exista «el espíritu» para que la gente obre como si existiera. Pero los gritos en el cielo serían en su mayoría de gente que no se compra un Ferrari. Es posible que a quienes sí se lo pueden comprar les guste la idea de poder enseñarlo en lugares a los que no se puede ir con un deportivo bajito. No es lo mismo presumir con una bolsa de palos de golf, por mucho caballito que tenga, que con un chisme V12 Diesel de 500 CV, también con caballito.
Puede que sea así, o puede que no. En cualquier caso, si verdaderamente hay una oportunidad de negocio con ese todo terreno hipotético, sería un error no fabricarlo. Y una marca mínimamente bien gobernada no cometería ese error por —con palabras de Susan Sontag— una banalización irrevocable de la genética o un terror inconcebible a los espíritus.
Nota del director: si llego a saber esto, no le habría dicho nada. Lleva una mala racha, no se lo tengan ustedes en cuenta. |