Casi cinco metros de longitud y una distancia entre ejes de 2,83 metros no parecen las medidas más adecuadas para meterse por carreteras enrevesadas. Y no lo son, pero con el M5 lo parecen. En estas circunstancias se puede elegir entre dos posibilidades: conectar el sistema de control de estabilidad o desconectarlo. Si se conecta, la tranquilidad es absoluta. La magia aparece en forma de frenado selectivo de las ruedas y reducción de la potencia cuando es necesario.
La curva que aparece en las fotos, por ejemplo, se tomó mientras el coche llevaba conectado el sistema de control de estabilidad. A pesar de que la velocidad de paso por curva hacía iniciar el sobreviraje, enseguida se notaba que el sistema de control impedía cualquier desmán. A pesar de que aceleraba a tope, el DSC frenaba las ruedas apropiadas, como un sabio escondido en las entrañas del coche con una palanca para cada freno, y no permitía que nos desviáramos un ápice de la trayectoria. Perfecto. Con el sistema desconectado, un conductor que sepa controlar los derrapajes puede ir más rápido (o puede que no) y apreciar las limitaciones del coche, que son pocas. Lo que no hace el DSC es igualar a los conductores: a quien sepa frenar, trazar y acelerar en una curva, le corregirá menos.
La motricidad es excelente y las ruedas transmiten muy bien la potencia al asfalto, incluso aunque esté en condiciones precarias. Es cierto que patina al acelerar con brusquedad en las marchas cortas, pero menos de lo esperado. Las enormes ruedas posteriores de 275 milímetros de ancho, la buena geometría de la suspensión y el diferencial autoblocante obran el milagro. En mitad de la curva, cuando se comienza a acelerar ya en busca del siguiente giro, el coche muestra una ligera pereza a seguir girando. Es normal. El V8 es un motor pesado al fin y al cabo y muestra querencia a seguir la tangente, pero sólo un instante: al final del giro es el eje posterior el que pide paso. La sensación es la de conducir un coche menos grande y menos potente.