No conduzca nunca drogado. Demos eso por supuesto y comprobado. Otras cosas no, pero esta sí, sin duda.
Estaba pensando en el tráfico, en el devenir de automóviles, transportes y carros, cuando de repente me vi asaltado por una inesperada y dolorosa asociación de ideas: el tráfico de drogas, el tráfico de influencias, el tráfico mismo: en fin, la influencia de las drogas en el tráfico.
Drogas hay en gran número, tantas como en todo este tiempo la botánica y la química han puesto a disposición de nuestras almas. Muchas drogas, entre ellas algunas de las más peligrosas, se venden con el beneplácito del Estado, que regula la distribución y grava el precio de un surtido de marcas de tabaco y bebidas alcohólicas, todas ellas y sin exclusión fuertemente adictivas, algunas muy nocivas para la salud y la mayor parte capaces de alterar el comportamiento humano hasta mucho más allá de los límites del Código Penal. Pobre libro ese, desde luego. Pero no hay peligro, ni heridas para la conciencia; se hace un ministerio o departamento de Asuntos Sociales y adelante. No hay tiempo que perder: nos espera la Historia.
Lo peor de las drogas es que alientan al espíritu a hacer lo que le venga en gana. Hay muchos espíritus. Y muchas drogas. La combinación entre ambas cosas es por tanto infinita, o por lo menos enorme. Por ejemplo a uno le puede dar por sentirse Napoleón. No es bueno conducir un coche sintiéndose Napoleón, más que nada por esa necesidad compulsiva de llevar siempre una mano acariciándose el píloro. Aunque bien mirado, a la hora de conducir como Fred Astaire qué más da palparse el epigastrio que hablar por un teléfono móvil. El resultado es el mismo: nos ponen una multa, no por lo que el vil metal pueda representar en sí mismo, eso ni pensarlo; los guardias, siempre dispuestos a desenmascarar a ese Napoleón camuflado que todos llevamos dentro, sólo están preocupados por la posibilidad de que invadamos algún país vecino.
Hay drogas de todo tipo (hasta «de diseño», qué cursis son). Hay drogas euforizantes, las hay también sedantes, y hay incluso algunas que, basándose en esa cosa extraña y flexible que es la «sinergia», combinan ambos efectos: sin ir más lejos un carajillo, o el placer inmenso de abandonarse a la charla de sobremesa entre coñac, cigarros, café, cigarrillos, coñac, café y cigarros. Todo legal, desde luego. Timbre del Estado. Impuestos. Claro que también puede uno acudir a un mercado clandestino y, tras empeñar salud y patrimonio y jugarse la vida entre cuchillos, aceptar la estafa, la altanería del intermediario, la adulteración de la mercancía y el riesgo sanitario manifiesto de administrarse el producto de la transacción de cualquier manera, en cualquier sitio. Cuánto mal innecesario: con toda tranquilidad, y en público, con los pies sobre la mesa, el presidente del gobierno fuma tabacos cubanos. También el anterior, aunque aquel no pateaba la mesa donde se negociaba la paz de miles. Juntos habrían ido a la cárcel, por cierto desprovistos de las orejas, si hubieran nacido rusos a finales del XVIII, o un siglo de esos. Pero estos idiotas, con sus orejas intactas, nos van a meter en una guerra, mientras nos obligan a conservar la salud a leches.
El mismo presidente del gobierno, como el anterior, me exige que me ponga el cinturón de seguridad, y me sanciona por no llevarlo. Me levanta la cartera con el pan de mis hijos, sin contemplaciones. Dice que no se trata sólo de un problema de libre albedrío, de mi libertad para hacer con mi cuerpo lo que me venga en gana, sino que mi conducta suicida puede costar mucho dinero a la Seguridad Social. Chúpate esa. O sea, que se mueren 50.000 españoles cada año por enfermedades relacionadas con el consumo de los venenos que dispensa y vende el Estado, pero yo tengo que ponerme el cinturón de seguridad para no salir demasiado caro al común. Nada vale mi fuero, menos mi criterio.
No sé si las drogas son buenas o malas, si necesarias o inevitables. Tengo la impresión de que en general no nos convienen, al menos por lo que bajo este prohibicionismo hipócrita acarrean de mafias, extorsión y sufrimiento, acaso por los riesgos que las drogas, como la democracia, entrañan para los menos instruidos. No sabría opinar acerca de la hipótesis de su despenalización, su no sometimiento a las condiciones de anti-mercado que el propio Estado dicta con ese prohibicionismo irreflexivo y maniqueo, pero estoy seguro de que muchos negocios sucios, desleales e insolidarios se irían al carajo en 24 horas de aprobarse una medida tan valiente. Ante la duda, puedo decirles que lo mejor que se ha contado sobre las drogas lo ha escrito el profesor Escohotado: una visita a sus libros se agradece siempre (algunos de ellos) .
Para conducir hay que hacerlo siempre estando limpio de tóxicos. Si en mi carné pone «Fulano de tal», no puedo conducir como si fuera «Superfulano de tal», por excitante o pipuda que esta alternativa pueda parecerme. Es una regla simple. Tanto como llevar las dos manitas bien puestas en el volante, por más que a uno le esté llamando Maripili por el telerín... o doliéndole la boca del estómago.
Severo Búcaro es periodista o así. |