Nunca se sabrá suficiente sobre la génesis del atasco en carretera, sobre el origen de ese acordeón motorizado que convierte cualquier desplazamiento por carretera en un calvario.

Llegado el momento de explorar en las causas de lo que le ocurre al tráfico motorizado español, y puestos a "investigar", los aquí reunidos hemos llegado a la conclusión, no negociable, de que las luces adicionales de freno, de intensidad siempre alarmante, tienen mucho que ver con ese caos. Son unos accesorios que, dicho sea de paso, estuvieron prohibidos y fueron perseguidos poco antes de ser obligatorios, así, sin transición y sin más explicaciones: una nueva prueba de que la ignorancia es atrevida y de que cuando el ignorante tiene alguna autoridad, la cosa, lejos de brindar alguna esperanza de mejora, no tiene ningún arreglo.

En los problemas de la carretera intervienen distintos factores, muchos, demasiados. El primero y tal vez fundamental es la general falta de experiencia al volante, cuyos efectos se agudizan con más frecuencia de la deseable gracias a una educación deficiente, educación vial y a veces también de la otra. Otro es, sin duda, la aparente incapacidad de muchos conductores para integrarse sin sobresaltos en el tráfico, para mantener el necesario equilibrio entre velocidad y distancia. Otro más, la manía de utilizar el acelerador como si fuera un interruptor ("gas, no-gas", despreciando su función característica, que es la de dosificar la velocidad que uno desea mantener), manía que indefectiblemente se agrava en conjunción con esas estúpidas y alarmantes luces adicionales de freno que siembran el desconcierto tan pronto como suena un teléfono móvil o se aproxima esa curva que el perito de turno ha señalado como "peligrosa".

Nadie hizo el menor caso a un inventor español cuando, hace seis o siete años, pretendió dar a conocer su ingeniosa propuesta, un "avisador" luminoso progresivo de frenado que indicaba sin ambages la intención del conductor, adecuando la intensidad luminosa al vigor de la frenada misma: a través de un potenciómetro, el dispositivo se ilumina parcialmente cuando el conductor quiere aminorar algo su marcha, un poco más cuando hay el propósito expreso de reducir la velocidad; por último se ilumina por completo, a pleno vatio, cuando la frenada es urgente e inaplazable.

Ese caudal de información fue despreciado por especialistas y autoridades, y por supuesto por la industria. Pensaba en su ingenuidad el autor español que el buen sentido iba a doblegar a las multinacionales de la luz. Y hoy, desdeñado su magnífico invento, hemos aceptado, resignados y sin pensarlo, unas luces rojas que vomitan toda su capacidad de sorpresa, alarma y desconcierto al menor contacto con el pedal del freno. Don Froilán o Doña Marta pisan el pedal porque no lo ven claro, porque les asusta una curva, porque se distraen, porque discuten con su acompañante o les suena el teléfono portátil: cien metros más atrás se organiza un embrollo de categoría y, con algo de mala suerte, un poco después se produce una colisión en cadena, de consecuencias siempre imprevisibles. Es diáfano: la siniestralidad de las carreteras españolas le debe mucho a esos catalizadores de la necedad que son las terceras luces de freno.

* Jorge Silva es periodista especializado en motor.