5.500 kilómetros para disfrutar
Nos hemos llevado al León (Seat León Stella TDi 110 CV) de viaje. En una semana ha estado en Londres (donde ha pasado del 1999 al 2000), en Estrasburgo, en Lucerna, en Venecia, en Mónaco, en Barcelona y en Madrid. Se ha portado. El motor es excelente. Altas prestaciones y consumo moderado. Los asientos, en cambio, no reciben tan bien. Aun así, el placer del viaje ha sido extraordinario. Una autonomía de unos 700 kilómetros contribuye a parar poco por obligación.
Nieve y frío en la salida
El 29 de diciembre nevaba en media España. En Francia, tempestad y viento tiraban árboles, derruían torretas de electricidad y ponían en guardia los dispositivos de protección civil. A las dos de la tarde de ese miércoles, nevaba en Madrid y un Ferry nos esperaba al día siguiente en Calais, a más de 1.600 kilómetros, para cruzar hasta Dover. Ese Ferry y la primera noche en Burdeos eran las únicas reservas previas para un viaje de 5.500 kilómetros.
Treinta horas es tiempo suficiente para recorrer 1.600 kilómetros por buena autopista, incluso con un León todavía en rodaje y niebla, lluvia o poca nieve. Salimos de Madrid a las 14:30 y llegamos a Burdeos a las nueve de la noche. A la altura de Burgos deja de llover. Sale el sol, que nos acompaña por el oeste hasta poco antes de llegar a la frontera.
Una parada para repostar justo antes de cruzar a Francia (la diferencia de precio a favor del gasóleo español conviene aprovecharla) y sin sobresaltos llegamos a Burdeos para cenar con buen vino de la zona. El León ha cruzado la frontera por Irún a los 1.641 km. Un niño.
Hasta Burdeos el tiempo es bueno y frío. Al llegar a la ciudad surcada por el Garona, la calidez es inmediata. Gentes amables nos guían hasta la puerta del hotel, sólo por haberles preguntado si sabían dónde estaba. Debe ser un buen lugar para aprender francés.
Segunda jornada: lluvia y niebla en todo el trayecto
Amanece con niebla y el mal tiempo nos acompaña ya hasta Londres, a donde llegamos por la noche después de embarcar el León en el Ferry. Mil kilómetros en un día, con niebla o lluvia constante. Y buscar alojamiento al llegar.
(Viajar sin reservas no ata, pero es caro y en algunos momentos desesperante). En Francia se conduce más rápido cuando llueve o hay niebla que con buen tiempo. Debe ser porque la mala visibilidad corta la luz de los flashes de la policía. La velocidad máxima en las autopistas francesas está limitada a 130 km/h con buen tiempo y a 110 con lluvia o niebla. Nuestra impresión fue que en el norte del país, de París a Calais, recorrido en el que no paró de llover intensamente, se circulaba sobre 160 km/h.
Un León por la izquierda
Embarcamos a la hora prevista en el Ferry de Sea France que transporta nuestro León sobre las aguas del Canal de la Mancha. Hora y media que al menos sirve para descansar la tensión de la vista, agotada por la lluvia y la niebla. Hay poco que hacer en estos barcos.
El León se mueve bien por la izquierda. Un BMW nos sirve de liebre por las autopistas británicas. Estamos ya muy cerca de los 3000 kilómetros de marcador. Le seguimos. Cerca de las 12 de la noche llegamos a Camden Town, Norte de Londres, después de recorrer 130 kilómetros por Inglaterra en sentido contrario.Comer algo o jugar con máquinas tragaperras de carreras de coches. Una buena carrera no hubiera estado mal, después de todo el día de conducir, pero hacían falta libras esterlinas, o francos franceses. Y no teníamos nada. Sólo dinero de plástico, para cruzar toda Francia, y la necesidad de llegar a un cajero.
El León ha llegado desde Madrid a Londres en día y medio, después de recorrer 1.800 km. El escaso apoyo lumbar de los asientos repercute en la espalda.
La noche del milenio
En Londres, la fiebre de los acontecimientos desborda la ciudad. Tanto que no es necesario pagar para aparcar en la calle. Todo un lujo. Por buena parte del centro de Londres no se puede circular. El metro está más lleno que de costumbre, porque por la superficie no circulan ni los autobuses. Una maravilla de ciudad, enloquecida este 31 de diciembre. Leicester Square, Picadilly, Buckingham, la gente camina con pitos, cintas de colores, gorros y mil idiomas en la boca. Gente de todo el mundo ha venido a Londres a ver una noria que al final no funciona a pesar de la enorme inversión, unos fuegos artificiales y millones de ciudadanos por las calles.
El día uno del 2000 dejamos descansar al León, por si había bebido la noche anterior, que se fue a dar una vuelta con Renano.
El dos de enero a las cuatro de la tarde embarcamos hacia Francia. En Sea France están de huelga, por lo que embarcamos con la competidora P&O Stena. (El barco de Sea France era más acogedor).
La hora de diferencia que jugó a nuestro favor al ir, se vuelve en contra al año siguiente y desembarcamos en Francia cerca de las siete de la tarde. De allí hasta Estrasburgo. Tenemos que darnos prisa para llegar a cenar. La niebla nos acompaña de nuevo en algunos trayectos y sirve también de camuflaje. Algún BMW, de nuevo, se pone a tirar del grupo. Poco después de desembarcar, en una bajada, la aguja del León roza por primera vez las dos centenas, para celebrar los dos milenios o algo así.
Llegamos tarde a Estrasburgo. Centro Europa, todo cerrado y un sitio para cenar en pleno centro. Ni un solo eurodiputado y muchas habitaciones libres en los hoteles, que dan precios de última hora en condiciones ventajosas.
El León de las cortes...europeas
El hábitat natural del León es el parlamento. En las cortes españolas hay dos y en el parlamento de Estrasburgo uno. Nuestro León azul. (Ah, si hubiera sido amarillo, qué foto más vistosa hubiera quedado. La amabilidad del vigilante que nos dejó meter allí el coche merecía mejor resultado).
Estrasburgo tiene una catedral y un reloj astronómico, callecitas y bares que hay que visitar (a pesar del frío) y al final se retrasa la salida. Dejamos Estrasburgo sobre las 14:30 y calculamos llegar a Venecia entre nueve y diez de la noche. Salimos dispuestos a llegar a la isla del adriático, después de dejar Francia, pasar por Alemania, cruzar Suiza y entrar en Italia por el Lago di Como.
Rápidamente empiezan las intromisiones. Lucerna es la primera. La sirena de hielo nos llama desde el lago para que bajemos a visitarla. El León obedece, se deja seducir, y bordea el lago sumiso. Por las calles de la ciudad camina la gente con los esquíes al hombro, el viento helado en la mirada y el lago siempre en el fondo de ojo. Lucerna atrapa con su imán de agua.
Salimos hacia la autopista media hora después, con una estela de agua tras el coche que lastra la velocidad y las ganas de llegar hasta Venecia. "De noche no vemos el paisaje alpino" y "a Venecia hay que llegar con luz" son dos argumentos sólidos para dar marcha atrás. Después de pasar el primer túnel de 9,5 kilómetros la añoranza del lago es demasiado fuerte.
El espectáculo de los Alpes
Lucerna da lo que promete y el frío lo quita. Cenar con el lago y la ciudad al fondo desde el Hotel Montana es un lujo que conviene permitirse. Salir a la calle a pasear es un suicidio. El frío exprime las calles de Lucerna por la noche y no deja hueco para las personas. Una visita rápida a la orilla del lago y al casino descafeinado de la ciudad son las únicas acrobacias que permite el cuerpo. Eso, y subir y bajar por el funicular del Hotel. Aun así, la noche en Lucerna ha valido la pena.
El hotel, las vistas, el desayuno... y el viaje de día por entre los Alpes. En Suiza la velocidad máxima autorizada en la autopista es de 110 km/h y nadie la incumple a nuestro alrededor. Quizá porque están todos como nosotros, más pendientes del paisaje que de la carretera. Ríos, lagos y montañas blancas imponentes se funden en un reflejo.
El León en Venecia
El regalo de un día de invierno despejado obliga a dejar la autopista a la entrada de Italia para acercarse al Lago di Como. No hay orillas más bellas que ésta, ni posibilidad de detenerse si queremos llegar a Venecia de día. Italia es velocidad y los coches vuelan.
En la autopista que va desde Milán a Venecia no hay nada que ver y nada nos detiene salvo los peajes. Pronto se acabará el lío de las monedas, pero de momento, para entrar con coche en Italia conviene llevar liras. En el primer peaje, que cuesta sólo mil liras (poco más de ochenta pesetas) no admiten tarjetas de crédito, al menos por la garita que pasamos nosotros.
Llegamos a Venecia, la ciudad del León alado. El nuestro, sin alas y sin branquias, se tiene que quedar en el aparcamiento del Tronchetto una vez cruzado el Puente de la Libertad. La luz es ya crepuscular y la humedad helada. Dejamos al León encargado de guardar maletas y enseres mientras un vaporetto nos acerca hasta el Puente de Rialto, en busca de hotel. La humedad se posa en las manos y la cara a ritmo de vaporetto. Buscar hotel, tarea siempre ingrata, es peor entre canales.
Con la luz de la mañana vuelve la sonrisa. Venecia es una ciudad bella y decadente en esta época de tránsito rodado. Pero cuando no existían los vehículos de motor, estos canales que ahora son un freno para el tráfico y el comercio fueron precisamente los propulsores de su esplendor. Diez mil góndolas surcaban los canales de Venecia antes de la peste del siglo XVI, transportando materiales y personas de puerta a puerta. Ahora sólo quedan unos pocos centenares, dedicados a transportar turistas sobre las aguas.
Un León de Fórmula Uno
Cuarenta y ocho horas ha pasado el León solo en el aparcamiento. Volvemos a recogerlo para acabar ya el viaje. Quedan más de mil setecientos kilómetros hasta Madrid. Por las intrincadas autopistas genovesas los italianos siguen volando, el cambio de marchas a ritmo de rally, y nos marcan el camino que conduce a Mónaco. Ya en Francia, pasamos de largo por la salida de Montecarlo, pero salimos en Niza y recorremos la carreterita de la costa hasta el principado. El León ruge por dar una vuelta al circuito de los grandes pilotos. Merece el regalo.
Entramos por la curva del casino, y recorremos unos metros de trazado por la única paella de un circuito de Fórmula uno, bajo el túnel del hotel, por la chicane de la salida y de la piscina y por la curvada recta de boxes. La cena en un chiringuito monegasco para modernos de comida rápida nos lanza de nuevo a la autopista, hasta que paramos a dormir en Nimes, ya de madrugada. No hay tiempo para visitar las ruinas romanas a la mañana siguiente. Sólo de soñar y dibujar en el mapa el recorrido del próximo viaje, que nos podría llevar a Grecia y Turquía ("para eso hacen falta más días") mientras pasan los kilómetros. La barcelonesa "Ronda de Dalt" también nos abre paso. En el kilómetro 540 de la Nacional II, todavía provincia de Barcelona, el cuentakilómetros del León marca 6.000 kilómetros. La niebla nos envuelve y no nos abandona hasta la salida de Zaragoza. Valle del Segre, el Ebro, niebla. Estamos en casa.