La muerte es el estado natural. Antes de nacer estamos muertos y después de morir pues también. Casi siempre estamos muertos. No sólo los humanos, pero lo que me importa ahora somos los humanos. Millones de «esperanzas de vida» se frustran a diario y se dirigen al estado natural, es decir a la muerte, el estado más abundante en nuestro mundo. Es cierto que en este preciso instante somos muchos los seres humanos vivos, cerca de 8.000 millones, pero son muchos más los muertos, los muertos de todo tipo, especialmente los muertos que hubieran podido ser y nunca fueron. En otras épocas los seres humanos vivos fueron muchos menos y hace 200.000 años, ninguno. (O 315.000, según el enlace que a la revista Nature que incluye Manuel XVI en el primer comentario)
La vida que, según mi argumento, es el menos natural de los estados, no es fácil de mantener. Desde que Eva creó los principios de la termodinámica al morder la manzana, es decir, desde que los seres vivos en el planeta tierra necesitamos de energía para sobrevivir, para poder perseguir a las gacelas antes de comérnoslas, para sacar agua del pozo, para subir a un árbol a recoger la fruta y para mantener la temperatura corporal, mantener la vida, en un plano puramente físico y animal, no ha sido nada fácil. Si añadimos a la parte física las cuestiones sentimentales y emocionales que tanto nos afectan a los humanos, el conjunto se hace todavía más complicado. A algunas personas, esos sentimientos son parte de la energía les permite sobrellevar con elegancia la parte física y, a otras personas, los sentimientos y emociones les dificultan todavía más el esfuerzo físico diario que implica arrastrar un cuerpo a todas horas.
«La vida es bella» es una frase absurda. ¿La vida de quién o de qué es bella? ¿Es bella la vida de una cucaracha? No way. Esa frase existe, supongo, porque al igual que las cucarachas los seres humanos tenemos instinto de supervivencia, o como queramos denominar esa querencia de las especies a perpetuarse. Nuestra parte animal, como ocurre con al menos la mayoría de animales, se aferra a la vida. ¿Pero, tiene algún sentido que lo haga la parte racional?
Cuando las personas contamos nuestros motivos para vivir, generalmente hablamos de cosas banales. Pasear de la mano con una persona querida, leer un buen libro, una puesta de sol, bañarse en el mar, el sexo, una buena comida. Todos ellos actos efímeros, que no dejan poso y que obligan a la repetición constante si queremos estar satisfechos. Son actos inconsistentes, que se desvanecen de los sentidos inmediatamente y que no dan placer al rememorarlos, salvo por el recuerdo de la felicidad, que probablemente nos ayude a buscarla de nuevo. No nos sirve de nada un maravilloso baño en el mar, una vez se ha terminado, ni el más maravilloso de los polvos una vez terminó. Es posible, incluso, que nos deje permanentemente insatisfechos si no conseguimos repetir ese baño maravilloso que nunca volverá.
Otras personas, supongo que para huir de lo efímero, hablan de la curiosidad y el conocimiento. Sus motivos para vivir son conocer más, formarse una idea del mundo los más completa posible, ahondar en el entendimiento de las leyes que rigen el mundo, sean creadas por la naturaleza o por los seres humanos para la convivencia y el acuerdo social.
A mi juicio, todo lo que denominamos motivos para vivir no son más que necesidades de vivos. No son más que maneras de satisfacer necesidades, más o menos apremiantes, que tenemos por el hecho de estar vivos. Necesitamos la belleza, el amor, el conocimiento, como necesitamos el alimento. ¿Podemos disfrutar con nuestras necesidades? Por supuesto. Lo hacemos, pero satisfacer las necesidades y sentir felicidad al satisfacerlas es muy diferente a que esas necesidades sean motivos para vivir. son consecuencas y obligaciones causadas por estar vivo. Quien tiene suerte es capaz de satisfacer sus necesidades con holgura y sentir felicidad o placer al conseguirlo.
Yo, que soy un disfrutón, que disfruto al escribir textos sobre cualquier asunto, que disfruto como un niño en una puesta de sol y que agarrado de la mano de una persona a la que quiero me siento un ser omnipotente, que disfruto como nunca cenando con amigos y que veo las estrellas con una caricia, yo, que he exprimido varios segundos de esta vida, sé que antes de nacer no tenía ninguna necesidad, que no echaba nada de menos y que nunca sufrí ni un instante. Mi estado, antes de nacer, no era ni mejor ni peor que la actual. No tenía necesidades y nunca eché de menos nacer. Estoy seguro de que cuando muera no echaré de menos seguir vivo. Y, no, no me llevaré ninguna caricia, ningún beso ni ningún conocimiento a ningún lado. Tampoco podrán aprovechar nada quienes se queden aquí. Se desvancerá todo. Lleva siendo así toda la historia de la humanidad. Lo natural es estar muerto. Lo que llamamos motivos para vivir los conozco bien. Son futilidades.
En mi caso, el único motivo que me ata a este mundo, más allá de las necesidades de vivos, es intentar ayudar a los demás a vivir mejor. Es lo que me hace más feliz. Soy consciente de que si no estuviera aquí, si consumiera menos energía, quizá fuera de mayor ayuda.
A quien no es capaz de satisfacer sus necesidades de persona viva, a quien sufre porque no las satisface a su conveniencia, solemos encasillarlo fuera de lo que la mayoría denominamos normalidad, salvo que se trate de carencias puramente físicas, es decir, puramente económicas o de salud física. La persona que no se ecuentra satisfecha por sus necesidades de belleza, de una mano amiga que agarrar, por su necesidad intelectual o sentimental de cualquier tipo, queremos reconducirla, hacerle ver que la vida es bella, mostrarle que nuestro instinto de aferrarnos a la vida es lo natural y sano y cualquier tentativa de apartarse de ese querencia natural la catalogamos como inestabilidad emocional o locura.
No me meto con las definiciones. Cada sociedad puede definir inestabilidad emocional o locura como le parezca mejor o simplemente como sea capaz. Sin embargo, lo que no me parece saludable es que estigmaticemos y reprobemos a las personas que no se aferran a la vida con el mismo empeño que, por ejemplo, las cucarachas o los rinocerontes. Algunas personas relativizamos el valor de la vida y nos parece que el suicidio debiera ser mucho más cercano, cotidiano y accesible para todos.
Acabar con las exigencias que impone estar vivo puede ser un acto de lucidez absoluta. No tiene ningún sentido sufrir porque no puedes satisfacer las necesidades que tu vida requiere. Estoy convencido de que muchas personas no se suicidan por generosidad o no se suicidan antes por generosidad. Porque saben que su desaparición dolerá a otras personas. Lo que reclamo es también generosidad por parte de toda la sociedad. No exijamos tanto a los otros en nuestro beneficio. Facilitemos que las personas nos podamos suicidar sin sentirnos culpables de nada, sin remordimientos previos, sin tener que ser generosos más allá de nuestras fuerzas.
Simpatizo con las personas que se suicidan y me alegro por ellas, por haber sido capaces de tomar una decisión egoísta, nada fácil en este entorno hostil. No les compensa el esfuerzo de vivir. Me parece lo más normal del mundo. Satisfacer las necesidades de vivos no tiene por qué ser bello. Puede ser terriblemente fatigoso y doloroso. Renunciar a la vida me parece perfectamente racional y sensato. Lo que me sorprende es que haya tan poca gente que lo haga y que esté tan denostado por el conjunto de la sociedad.