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Un semáforo en rojo de madrugada

Un magistrado del Tribunal Constitucional ha sido identificado por conducir su moto ebrio y sin casco. Le dio el alto la policía nacional que se fijó en él, según las crónicas, por saltarse un semáforo en rojo.

En los medios periodísticos en los que informaban del caso destacaban el hecho de que se saltara el semáforo en rojo. Me chocó, porque sin más información lo del semáforo en rojo me parece irrelevante.

El abogado Gonzalo Boye escribía pocas horas después del suceso: «Conducir excediendo la tasa de alcohol legalmente permitida es un delito, según artículo 379 del Código Penal. Y si al mismo tiempo se producen conductas que objetivamente generen un riesgo, como saltarse semáforos en rojo, implica una conducta agravada contemplada en el artículo 380 de esa misma ley. Quien incurra en tales conductas se verá enfrentado a un proceso penal.»

Este abogado concluye que saltarse un semáforo en rojo implica una conducta que «objetivamente genera un riesgo». Lo dice sin conocer las circunstancias concretas, sin saber si venían coches por otra dirección o no.

Un colega me decía: «Saltarse un semáforo en rojo contraviene la norma. No es un problema de seguridad vial, es un problema de respeto a las normas en un magistrado del constitucional». Sin embargo, los artículos que ha contravenido son los que figuran como «Delitos contra la seguridad Vial». Entiendo, no hablamos de seguridad vial, sino de comportamiento cívico, que se puede resumir así:

«Un magistrado del Tribunal Constitucional tiene que cumplir la ley en cualquier circunstancia».

Me preocupa esta interpretación de la ley como un tótem que merece idolatría, como una institución moral buena en sí misma, independientemente de sus propósitos. Me preocupa esta asunción de la ley como un código imperativo que determina las conductas en cualquier situación y circunstancia.

El ordenamiento jurídico es un conjunto de herramientas destinado a regular la convivencia, destinado a regular comportamientos en situaciones de conflicto. Los semáforos no tienen ningún significado cuando no hay tráfico, cuando no hay conflicto. La ley no pinta nada en esta situación.

La ley no es una religión a la que hay que obedecer ciegamente para ganar un cielo o por obediencia voluntaria a un ser superior. El objetivo de la ley no es indicar el camino del «ser bueno» en un sentido moral, sino el de «ser bueno» para convivir mejor.

Un magistrado del TC, como cualquier otro ciudadano, tiene capacidad para determinar en qué momentos no hay convivencia, en qué momentos la ley es insignificante. Nadie debiera imponer la ley por sí misma, porque la ley no es una verdad revelada, no debe ser un código de conducta moral, sino un código para poner límites a las libertades individuales cuando entran en conflicto.

Tratar la ley como un conjunto de reglas inviolables en cualquier situación pervierte el objetivo de la ley y es perjudicial para la convivencia. Una ley debe ser creíble, es decir de utilidad reconocida, para mejorar la convivencia.

Tratada como mandamientos de obligado cumplimiento en toda circunstancia, la ley se convierte en una herramienta de represión de la libertad individual, contra la que debiéramos revolvernos los ciudadanos. Vista así, la ley trata a los individuos como seres incapaces. Si ese fuera el sentido de la ley, paradójicamente los ciudadanos nos atribuiríamos capacidad para determinar leyes que nos incapacitan como ciudadanos.

Saltarse un semáforo en rojo puede ser peligrosísimo o inocuo. Y hasta un magistrado del Tribunal Constitucional (en plenitud de facultades) tiene capacidad para determinarlo, para conocer si puede estar seguro de que no viene nadie o de saber que no existen las condiciones para tener esa seguridad.

Nos conviene desvestir la ley de ese halo de norma beatífica que debe regular el comportamiento de los seres humanos en cualquier circunstancia.

(Que el conductor estuviera borracho le puede dificultar o impedir calcular el riesgo que implica saltarse un semáforo. El problema no es que se salte el semáforo, sino que conduzca con sus facultades mermadas)

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