Diario esporádico de un paciente del Servicio Madrileño de Salud.
Empiezo a escribir el 19 de julio. 06:39 horas
Llevo dos horas despierto en una habitación de hospital. No es un hospital cualquiera. Se llama Ramón y Cajal y en una de sus fachadas se le recuerda gráficamente. Me gusta estar en un hospital denominado Ramón y Cajal. Sus dibujos de neuronas están siempre en mi memoria.
Me ingresaron ayer, o ingresé, porque ingresé por mi propio pie. Mi cita para el ingreso era a las cinco de la tarde. No sé cuánto tiempo tendré que pasar aquí.
Hace casi un mes, el miércoles 19 de junio empecé a notar los primeros síntomas. Jugaba un partido de pádel, con Alfonso Herrero de pareja, y se lo dije un par de veces. No sé qué me pasa, pero me noto mareado.
Durante 15 días, más o menos, se repitieron esos síntomas. Me mareaba, tenía un poco de sudor frío, supongo que algo de fiebre, aunque no la medí. Me tomaba un analgésico y los síntomas desaparecían. Pensé que sería un virus pasajero «asintomático» y no le di más importancia.
Sin embargo, la noche del jueves 4 al viernes 5 de julio la pasé mal y fui a mi ambulatorio, al servicio de urgencias de mi ambulatorio. La doctora de urgencias me riñó por ir sin cita previa. La pedí el jueves 4 por la tarde, pero no me daban hora hasta el miércoles 10. Era demasiado tiempo para mi cuerpo, así que me presenté sin cita a la mañana siguiente. Quizá sea un error mío, pero no había pedido cita en todos los días anteriores para no molestar. ¿Cómo voy a pedir citas preventivas, por si acaso? No sé cómo debemos gestionar los casos de enfermedad sobrevenida con el ambulatorio.
Esa mañana me había levantado con fiebre. No me puse el termómetro, pero tenía fiebre seguro. Me encontraba mal. Mi único síntoma relevante era la fiebre y no la medí. La doctora de urgencias, que da la casualidad que es la misma doctora que me corresponde a mí, afirmaba que estaba muy liada (me hizo entrar en la consulta después de decir varios nombres de personas claramente ausentes, estaba yo solo, y ante la evidencia de que no había nadie más en espera). «Ha elegido usted el peor día para venir sin cita previa». Pidió unos análisis de sangre para el lunes siguiente y me mandó a casa. «Y si se pone peor, vaya a urgencias». No me mandó a casa por las prisas, sino porque no tenía datos suficientes como para diagnosticarme. Lo entendí perfectamente. Ningún reproche.
Ese mismo viernes 5 de julio, por la noche, la fiebre había subido hasta 39 grados según el termómetro que por fin me puse tras la reprimenda con razón de la doctora: «Mídase la fiebre».
Con fiebre de 39 grados y un malestar insoportable me voy a urgencias del Ramón y Cajal, el hospital que me corresponde. Me admiten en urgencias, a pesar de mis dudas. ¿Cuánto de mal tiene que sentirse uno para que le admitan en urgencias. Los hospitales me recuerdan a los juzgados. ¿Me admitirán a trámite? Me admitieron.
— ¿Qué le ocurre?
— No lo sé. Que tengo fiebre y malestar y dolores musculares causados por la fiebre, creo yo.
— ¿Cuánta fiebre tiene usted? —me pregunta casi a la vez que me pone el termómetro en la boca.
— 39 grados.
— ¿Y ha tomado algo usted para bajar la fiebre?
— No.— digo con los dedos
— ¿Y por qué no, para que veamos lo enfermo que está usted, que se note que tiene fiebre?
Por la mañana, la médico del ambulatorio me había medido la fiebre y había tirado el termómetro sobre una repisa, como con rabia, porque le había dado una cifra muy baja. Le oí murmurar algo así como 35 y pico. No sé si lo tiró porque le parecía que era una medición errónea, porque el termómetro estaba mal puesto, o si lo había tirado con rabia porque daba crédito a la cifra que aparecía y por tanto yo no tenía nada de fiebre. Es cierto que me acababa de tomar un analgésico y en ese momento me encontraba bien. En este proceso me ha pasado constantemente. Hay episodios como de crisis en los que me duele todo y otros en los que me encuentro perfectamente bien.
Así que era cierto. No había tomado nada para llegar al hospital con la fiebre alta para que tuvieran todos los datos posibles y para que me admitieran a trámite.
— Pues el termómetro sólo marca 37.
En mi cabeza apareció «no admitido a trámite, mentiroso».
— Pues no sé. La verdad es que estoy sudando mucho. No creo que…
— Sí, ya lo veo. ¿Ha venido en taxi, con el aire acondicionado?
— Sí.
— Pues le ha venido muy bien para bajarle la fiebre. Pase. Tome este sobre y le acompañan.
(sigue aquí)