Bea y David me prestaron la silla de ruedas de repuesto que llevamos en nuestro viaje por si teníamos algún problema con la silla de ruedas titular. Me ofrecieron probarla y salimos a pasear por el pueblo. Bea y yo, en la silla. David, a pie.
El camino de ida de nuestro paseo era todo en bajada, salvo los primeros metros. Sólo verme manotear sobre la rueda me indicaron el arco que debía recorrer la mano para manejar mejor la silla, me enseñaron a adelantar el cuerpo en las subidas y a acelerar y frenar una y otra rueda para dirigirla.
Íbamos por nuestro camino de bajada, intentando esquivar las alcantarillas, hasta que al llegar a un calle, sin ningún motivo aparente, David nos retó a una carrera.
— ¡Una carrera! Uno, dos y tres…
Salí disparado. Disparado significa poseído por el mal. En cuanto dijo tres, empecé a soltar espumarajos por la boca. A manotear sin orden. Las ruedas iban más rápidas que mis brazos. La sensación es conocida. Los pedales de una bicicleta en una bajada. Pero en una bicicleta tengo manillar para dirigirla y frenos. En la silla sólo las manos. Intentaba dirigirla, con miedo a hacerme daño en las manos. Quería correr. Y controlar la silla, pero sólo era capaz de correr. Iba por delante, tapando los huecos. No había lugar por el que Bea pudiera pasarme. Pero no tapaba los huecos intencionadamente. Era puro descontrol. Quería colocarme en la derecha de la calle, pero iba por el centro y haciendo eses.
Unos cincuenta metros después de la salida, totalmente descontrolado, me dirijo derecho hacia una alcantarilla. Sé que es peligroso, sé que puedo volcar. Sé que se me puede clavar una de las ruedas delanteras, que son muy pequeñas, mucho más pequeñas que los ruedines de un carro de supermercado. Voy directo hacia la alcantarilla. No soy capaz de esquivarla. Ni lo intento porque voy demasiado deprisa. No tengo control.
Paso por la alcantarilla. Un instante. No ha pasado nada. La calle se aplana. La silla reduce la velocidad. Bea se pone a mi lado. Me mira con cara de susto. Ella también ha visto la alcantarilla. «No te podía pillar», me dice. «Claro, pienso» no me podía pillar ni yo.»
Llega David. Nos hace una foto.
Ahora queda lo peor. Tengo que hacer toda la bajada de subida. Por suerte, en las zonas más rotas, David me echa una mano. La bajada puedo haberla ganado. Pero en la subida tengo que hacer algún caballito para superar algún obstáculo. Antes de salir me han enseñado a hacer caballitos, pero todavía no tengo buen control. Suerte que David se pone detrás de mí. Estoy contento. He hecho mi primera excursión en silla de ruedas.