Esta mañana he tenido que afrontar un nuevo problema. No, no era un problema más. Era un problema nuevo. Un problema de mates. Un problema como los que a mí me gustan. Un problema sin pistas, un problema que te obliga a pensar, al menos a mí, con mi cerebro apolillado.
El problema lo han presentado en el blog gaussianos. Lo copio aquí, para que lo disfruten:
Demostrar que en toda fiesta con n>=2 (n mayor o igual a 2) personas hay al menos dos de ellas que poseen la misma cantidad de amigos.
(Aclaraciones: Se entiende que estamos hablando de relaciones de amistad entre los asistentes a la fiesta y se asume que ninguna persona se cuenta a sí misma como amigo.)
He leído el problema y he tuiteado que habría que resolverlo por reducción al absurdo, medio en broma medio por reto.
No tengo ni idea de cómo resolverlo y he pensado en servirme de papel y bolígrafo (recado de escribir), para pensar. Me he sorprendido. ¿Cuánto tiempo llevaba sin utilizar papel y lápiz para pensar? ¿Desde la carrera? Llevo muchísimo tiempo que sólo pienso en el vacío, en la ducha, en la moto, en el coche, por la escalera, en el ascensor, por la calle o delante de un ordenador, escribiendo.
No he hecho mates en serio desde que dejé la carrera de ingeniería. Repasé mates cuando estudié económicas, pero no necesitaba mucho esfuerzo. Casi ni lo recuerdo. Desde entonces, no me he enfrentado a las matemáticas. Recuerdo ahora los exámenes con integrales triples, que me cabreaban, porque me enfadaba tener que resolver la integral. Lo único que me parecía interesante era plantearla. Una vez planteada, resolverla era una estupidez.
Pero sobre todo me acuerdo de mi frustración y rabia en clase. El profesor ponía un teorema en la pizarra y a continuación se ponía a demostrarlo, sin darnos tiempo a los alumnos a pensar cómo demostrarlo. Las demostraciones fueron mi frustración durante la carrera. Y lo peor es que entonces no me daba cuenta. No sabía expresarlo. Me he dado cuenta muchos años después. El profesor te plantaba la demostración en la cara como un triunfo, como una necesidad imperiosa para dar consistencia a todo el entramado que nos explicaba. Yo me moría de desesperación. No quería que me demostraran nada, quería que me dejaran pensar, que me dejaran jugar. Que me dieran al menos 24 horas para darle vueltas a cómo resolver ese teorema. Nunca ocurrió. Y ni siquiera me daba cuenta de qué era lo que me molestaba tanto.
Hoy, siglos después, me encuentro con la necesidad de demostrar un teorema aparentemente simple y no sé ni por dónde enfocarlo. Pero no quiero que me den la respuesta. Quiero que me den mi tiempo, papel y boli. Para pensar. Gracias.
Eso sí, en los oídos tengo a Bach, el Magnificat y a Sir Neville Marriner. 🙂