Hoy hablo de teatro como si supiera algo del asunto y no tengo ni idea. Les aviso con antelación por si les sirve de algo.
Concha Velasco actúa en Madrid, en el teatro La latina, en la obra «La vida por delante«. Fui a verla el pasado viernes. El director de la obra es José María Pou, un enamorado del teatro riguroso, que se lo toma en serio. El escenario lo comparten Concha Velasco y Rubèn de Eguia (así está escrito en el programa), un actor desconocido para mí.
El principio de la obra fue titubeante. Llevan casi dos años representándola. Quizá haya un exceso de confianza. Concha Velasco me pareció despistada. Hizo unos (pocos) guiños al público que a mi juicio no venían a cuento (Quizá me perdí alguna intención o quizá conocía a alguien entre los espectadores). Dirigió miradas en un par de ocasiones, con unas muecas que me recordaron que en ese teatro actuó durante muchísimos años Lina Morgan. La risa no venía a cuento, al menos yo no le econtraba el sentido, pero el público se reía con Concha Velasco, en sus apariciones, con sus atuendos.
Rubèn de Eguia estaba centrado en su papel, sin despistes, pero en su intento por imitar un acento extranjero, me recordaba a menudo a Bigote Arrocet, una asociación que no ayudaba en nada a tomarse la obra en serio.
Sin embargo, a pesar de los despistes y los chirridos, la obra acabó arrasándolo todo. No importaban los problemas con el acento. Que ese acento fuera increible no le hace perder verosimilitud, no te saca de la obra, por extraño que parezca.
Que Concha Velasco sea inseparable de Concha Velasco, con esa voz propia, con la dificultad que conlleva de separar el personaje del actor (me ocurre lo mismo con Nuria Espert, actriz enorme) dificulta más la obra. Su exposición personal, su desnudez, me hacía sufrir. No por su personaje, sino por ella. La valentía de Concha Velasco al realizar este papel no le da ningún valor a la obra. Sería mucho mejor que el papel lo interpretara una actriz desconocida.
A pesar de tantas interferencias, la obra se impone. Al final arrasa. Sin duda por mérito de los actores, del guión y del director. Momo (interpretado por Rubèn de Eguia) es perfectamente creíble, por muy increíble que sea su acento forzado (¿A santo de qué tiene acento raro si vive desde pequeño en el país?), por muy increibles que sean sus cavilaciones, que aparecen de pronto en un chico que no parece haber leído nunca. Está representada con una especie de costumbrismo inútil y en ocasiones molesto. Lo bueno es que, a pesar de ese costumbrismo farragoso, la verdad del teatro sale por las costuras del traje que le han puesto.
Nada de lo que ocurre en la trama, en el decorado del guión o en la escenificación, es verosímil. Sin embargo, los sentimientos se imponen.
En teatro, las interferencias, los chirridos y los despistes de los actores, que te sacan de la obra, son frecuentes. Pocas veces es imperceptible la actuación de los actores, la mano del director, los diálogos postizos. A pesar de todo ello, el buen teatro te arrastra.
«La vida por delante» te arrastra. Recomiendo ir a verla. A mi juicio, el director se equivoca en algunas decisiones. Pero me da igual. Pretender no equivocarse es una equivocación enorme.
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El día que vi la obra fue el día en el que había muerto el exmarido de Concha Velasco, Paco Marsó. Cuando vi la obra yo no lo sabía. Un día así las interferencias deben ser todavía mayores que de costumbre.
Yo tampoco entiendo de teatro. Aunque a lo mejor de teatro entendemos todos, y no hay nada de malo en ello. Si una obra nos gusta porque tras verla nos permite apreciar más algunos aspectos de la vida, y además nos entretiene, divierte y conmueve, es muy buena. Y poco podrá hacer la más experta de las críticas para cambiarlo.
¿Casi dos años representándola? Parece que verla va a ser una cuestión de cultura general.
Creo que lo bueno de la crítica nos deja con las ganas de conocer algún detalle más del argumento, pero también debo admitir que ya no es sólo el qué, sino también el cómo, lo que arrastra de su forma de escribir, Javier.
Me surge una duda. Una obra de teatro, a diferencia de una película, se reinterpreta en cada actuación, durante semanas, meses o años. ¿Están permitidos los cambios no forzados?
Me explico. Si un actor decide no continuar con la obra, se le habrá de buscar sustituto; si el personaje es un niño y debe seguir siéndolo, cuando el actor crece ha de ser sustituido… son ejemplos de cambios forzados.
Pero, por ejemplo, si tras tres meses de representación el director está convencido de que hay 7 detalles que son fácilmente mejorables (un chiste que no funciona, el diálogo de transición entre dos escenas, la iluminación del escenario…), ¿se realizan esos cambios o se mantiene el guión y puesta en escena original por narices durante toda la obra?
Gracias José Ángel. A mí me parece que este texto es poco afortunado. Lo escribí ayer a las dos de la mañana, después de recorrer 1.200 kilómetros, para subirme en un coche y poder hablar de él. Estaba cansado, pero quería escribir esa crónica. Le agradezco mucho sus palabras.
Alkeno, lo desconozco de primera mano, pero estoy seguro de que las obras evolucionan. De forma voluntaria o involuntaria, seguro que cambian. Esa es una pregunta que me hago siempre. ¿Cuántas veces va un director a ver la representación? ¿La ve una vez por semana? Me encantaría que José María Pou contestara a estas preguntas. A mi juicio es uno de los profesionales del teatro más comprometido por hacer bien su trabajo que hay hoy en España. No sé cuántas veces le han visto actuar y dirigir. Es apabullante. Voy a intentar que nos conteste. Sus preguntas son magníficas. Voy a intentarlo. Gracias.
El viernes, pasando el rato con frikismos (espero que no fuera demasiado rato), luego al teatro, y al día siguiente 1200 km. Tenga cuidado o cualquier día le dará un «arrechucho», se lo digo por experiencia.
A usted, Javier. Y aunque supongo que se dosifica usted de manera ejemplar, no olvide las palabras de Chandler, que nosotros también queremos pensar en usted a largo plazo.
Alkeno: A ver si alguien nos ayuda y nos resuelve tus dudas.