El primer día que solté un pedal del embrague no podía entender que funcionara así. No podía entender que si lo soltaba una poco más se calara y que si lo soltaba un poco más despacio el coche no se moviera.
El primer día que solté un pedal del embrague tenía 12 o 13 años. Había llevado muchas veces antes el volante y el cambio de marchas, sentado pegado al asiento del conductor, pero nunca antes había manejado los pedales, salvo con el coche parado.
El primer día que solté un pedal del embrague me pareció un movimiento antinatural. Me parecía que no tenía sentido tener que soltar el pedal tan despacio. No recuerdo si me costó aprender. No recuerdo cuántas veces se me caló el coche ni cuántas veces tuve el pedal pisado más tiempo del necesario.
Mi padre tenía clara la fórmula para aprender: en terreno llano, sin tocar el acelerador, tenía que conseguir que el coche se pusiera en movimiento. Las primeras veces los movimientos eran torpes. O soltaba demasiado el embrague y se me calaba el coche o lo mantenía apretado demasiado tiempo y el coche no se movía. Me parecía imposible encontrar el punto preciso para arrancar con suavidad y rapidez.
Yo veía que todo el mundo que conducía tenía capacidad para encontrar ese punto de embrague y no entendía por qué a mí me costaba tanto. Pasé horas jugando con el coche parado, para encontrar el punto, igual que pasé horas practicando el punta tacón en la soledad del garaje.
Todavía se me calan los coches algunas veces. De aquellos primeros años arrastro el gusto por arrancar sin apenas pisar el acelerador y en ocasiones todavía falla.
Ahora hay muchos embragues que trabajan de forma automática. No sé cómo hacen los sensores y los sistemas para aprender. ¿Pasarán horas practicando por la noche en la oscuridad de las fábricas?