Les escribo esto porque quiero que me hagan la ola. Hoy es el aniversario de la muerte de Cervantes. Acaba de comenzar el día. El día de la literatura. Después de leer estas dos páginas uno se puede morir sin remordimientos. Benet nos lo da hecho. Basta con leer.
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Medio centenar de personas, todo lo más: un par de veces cada década el vecino arruinado de Región, de Bocentellas o de El Salvador, despierta de su siesta y, sin esperar la orden del eco, descorre con inmutable indiferencia la persiana de canutos o los estores agujereados para observar la nube de polvo en el horizonte de un camino. Con los ojos cerrados su mano abre un cajón lleno de viejas fotografías amarillentas, borlones de seda y bandas de raso de una congregación desaparecida para extraer, de una vieja caja de frutas donde guarda los retazos, un pequeño trozo de cuerda satinado por el uso y anudado en varios puntos como un rosario, en el que, con un gesto diestro y rápido, hace una nueva cuenta cuando el sonido del motor alcanza sus oídos. Imperturbable reanuda la siesta que solamente suspende, dos o tres horas más tarde, para observar la maniobra que se ve obligado a hacer en una estrecha encrucijada del pueblo una tarde de cielo despejado, surcado de nubes hacia el oriente, un viejo, desvencijado y renqueante vehículo de motor, atestado de bultos cubierto con lonas. En su mirada, a través del visillo, no hay curiosidad ni asombro ni esperanza, pero -al recostar de nuevo su cabeza en un respaldo comido por las ratas, al acariciar el brazo de terciopelo raído- no puede ocultar un destello de malicia y una cierta sonrisa de alivio cuando, al término de la calle y con el cambio de marcha, el sonido se sitúa en un indefinible descenso que parece preludiar su próxima desaparición y abrir el compás de silencio antes del redoble del destino. Nunca, ni en la ciudad abandonada ni en lugar alguno de la vega, se oye decir que ha pasado un coche en dirección a la sierra; no se propaga el hecho ni el rumor corre, pero acaso el presentimiento se extiende -ese estado polar del aire y ese súbito aroma a pólvora virgen, salitre y algas marinas, esa repentina vitrificación del silencio en una mañana de otoño preparada a recibir al viajero, empavesada de augurios y muecas y susurros funerales- antes y después de que el ronquido de un motor, tranquilo, extratemporal, indiferente, incapaz de saber que en su propio jadear se acumulan sus últimos estertores, haya podido alterar la tranquilidad del valle.
Esa misma noche las gentes que lo sintieron pasar acuden con puntualidad a la solitaria torre de la iglesia de El Salvador, para esperar el momento de la confirmación. De noche refresca y en primavera y otoño llega el soplo de la sierra impregnado con el aroma de la luisa y del espliego en el que se mezclan, reviven y vuelven a huir las sombras descompuestas y viciosas de un ayer tantalizado: padres y carruajes y bailes y ríos y libros deshojados, todas las ilusiones y promesas rotas por la polvareda de los jinetes que con la distancia y el tiempo aumentarán de tamaño hasta convertir en grandeza y honor lo que no fue en su día sino ruindad y orgullo, pobreza y miedo. No hacen sino escuchar: la torre es tan chica que en el cuerpo de campanas no cabe más de media docena de personas, colgadas sobre el vacío: el resto se ve obligado a esperar en la escalera -y aun en el corral, en aquellas ocasiones en que ciertos hechos inusitados atraen una mayor concurrencia. No pronuncian una palabra, atentos tan sólo a la dirección del viento y al eco que ha de traer, desde los pajares prohibidos. La espera acostumbra a ser larga, tan larga como la noche, pero nadie se impacienta: unos minutos antes de que las primeras luces del día apunten en el horizonte -ese momento en el que los cautivos congregados para emprender un viaje común deciden, pasada la primera desazón, desentenderse de sus inquietudes para entregarse al descanso- el sonido del disparo llega envuelto, entre oleadas de menta y verbena, en la incertidumbre de un hecho que, por necesario e indemostrable, nunca puede ser evidente. La evidencia llega más tarde, con el alba, la memoria y la esperanza aunadas para repetir el eco de aquel único disparo que debía necesitar el Numa; que sus oídos habían esperado como la sentencia de la esfinge al sacrilegio y que, año tras año, aceptaban sin explicaciones ni perplejidad.
No quedó ningún resto ni explicación alguna. Ni siquiera el rumor, flotando entre el polvo ardiente del valle de Región en otoño, prorrogando para otro momento la respuesta al desafío permanente de sus montes; nadie ha vuelto ni nada parece haber quedado de aquellos viejos vehículos renqueantes que un día cruzaron el pueblo y se alejaron rugiendo por las colinas blancas para ir a violar el alambre de espino y la arcaica barrera que nadie ha logrado ver más que en su legítima posición. Sólo queda el silencio continental de la sierra, testimonio del disparo que un día lo desgarró, y las huellas de unas cubiertas gastadas que, unos metros más allá del tronco, se pierden bajo un bosque de helechos gigantes y bromelias de color de sangre.
* Escrita por Juan Benet y publicada en 1967. Textos obtenidos de la cuarta edición en Destinolibro de 1993.
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