Icono del sitio Revista KM77

La luz verde

Hace muchos años, cuando era pequeño, en España no había autovías y casi no había autopistas. Siempre que salíamos a la carretera, había camiones que costaba adelantar y en nuestros viajes pasábamos por el centro de todas las ciudades y pueblos. No existían las circunvalaciones, ni en Madrid. La M30 (anillo que circunvala Madrid) es una modernidad. Por aquella época, las carreteras estaban todas pintadas en color amarillo, las pocas luces de los faros antiniebla que había eran también de color amarillo y los faros de todos los coches franceses iluminaban con luz amarilla. La teoría que yo le escuchaba a mi padre era que la luz amarilla servía mejor para ver en la niebla. Yo estaba convencido de que era así. Lo decía mi padre.

No recuerdo a partir de en qué momento pasamos en España del amarillo al blanco para pintar las líneas continuas y discontinuas. Ahora la amarillas son sólo para obras. Intuyo que debió de ser a principios de los setenta, pero quizá fuera antes. Tampoco sé cuándo los coches con matrícula francesa dejaron de iluminar en amarillo ni cuándo las luces antiniebla pasaron a ser blancas. Lo que sí recuerdo bien es que en el año 73, justificada por la crisis del petróleo y no por una cuestión de seguridad, se limitó la velocidad máxima en las vías españolas a 120 km/h. Hasta ese momento no habían existido los límites de velocidad para los coches en autopista. En todo caso daba igual si existían límites o no, porque no había forma de medir la velocidad de los coches desde fuera.

En los primeros años que se limitó la velocidad, no existían radares fijos y quienes medían la velocidad eran siempre parejas de la Guardia Civil apostadas en sus coches detenidos en las cercanías de la carretera. Los conductores, en aquellos tiempos en los que empezaron a desplegarse los radares, nos avisábamos los unos a los otros con ráfagas. Cuando el coche que venía de frente te daba ráfagas, sabías que había un coche de la Guardia Civil parado en cualquier lugar mejor o peor escondido y reducías la velocidad, por si acaso.

La última vez que un coche me dio las ráfagas, hará unos tres o cuatro años, fue en Marruecos. Sentí nostalgia.

En aquellas carreteras españolas, antes de que se limitara la velocidad máxima, y también después, la necesidad perentoria habitual era adelantar camiones. Todavía hay en España una carretera en la que es necesario adelantar camiones continuamente y es la carretera nacional que va de Lérida a Zaragoza, que utilizan muchos camioneros para evitar el peaje de la autopista. Esa carretera, algunos días a determinadas horas, es un tren sinfin de camiones circulando, en el que adelantar se convierte en tarea imperiosa (imposible, por cierto, si entra en vigor el anteproyecto de ley aprobado por el gobierno)

Pues bien, cuando iba yo en coche por esa carretera o por cualquier otra, sentado en el asiento de atrás, sin cinturón de seguridad, porque no había, y sin reposacabezas, porque no había ni delante ni detrás aunque mi reposacabezas era el respaldo del asiento porque tampoco había sillas ni alzas ni nada para los niños, sobre todo de noche, pero también de día, en lo que me fijaba yo de la parte trasera de los camiones era en una lucecita verde que prendía el camionero para avisarte de que podías adelantar sin peligro (José María Cernuda, en el comentario número 5, me advierte de que el propósito de la luz verde no era dar paso, sino un aviso del camionero para informarte de que te había visto. Posteriormente, te daba paso o no con los intemitentes. Gracias José María) . Esa lucecita verde, que yo recuerdo situada en la parte posterior derecha del camión, por encima de las luces de freno, aunque no estoy seguro de que tuviera una posición reglamentaria fija, era la maravilla de las maravillas del compañerismo en las carreteras.

Me recuerdo sentado detrás y la satisfacción y las ganas que me entraban de darle las gracias al camionero cada vez que encendía la luz. Mi padre le pitaba al pasar por al lado de la cabina en señal de agradecimiento y yo me casi levantaba en mi asiento (o sin casi) para saludarlo por la luna posterior.

La luz verde dejó de existir. Ni siquiera sé si era una luz reglada o se la ponían los camioneros por voluntad propia. Recuerdo mi enfado (que transmitía vivamente a mi padre que debía de estar harto de mí) cuando un camionero no nos encendía la luz verde. Los de entonces sí eran sistemas de ayuda a la conducción 🙂

Muchos años después (muchos entonces, pocos ahora), cuando hice la mili, conducía un camión grúa, que tenía pocos caballos y mucho peso. Por algunas subidas era imposible avanzar a más de 20 km/h. Eché mucho de menos la luz verde que había visto de pequeño sentado dentro del coche familiar. De soldado, suplía la carencia de la luz con el intermitente, que sirve exactamente para lo mismo aunque no sea tan emotivo, hasta que el sargento me dijo que no pusiera el intermitente para ayudar a los otros coches: «No tienes que asumir esa responsabilidad. ¿Qué ocurre si te equivocas y le indicas mal y luego tienen un accidente?»

No recuerdo si le contesté al sargento. Supongo que no. ¿Y qué ocurre si no le ayudas, se equivoca solo y tiene un accidente que podrías haber evitado con un poco de ayuda?

La luz verde ya no existe. Las amarillas tampoco. Las rayas de la carretera son blancas y las ayudas entre los conductores, sean para avisar de que está la Guardia civil en aquella época o para ayudarnos a adelantar unos a otros, han desaparecido o son muy escasas.

Cuando adelanto, intento ayudar a los conductores que vienen por detrás dejando fijo el intermitente después de mi adelantamiento, cuando tiene sentido, para indicarles que puedo seguir adelantando y que por tanto también hay espacio para ellos. Alguno, alguna vez, parece que lo entiende. Esta forma de ayudarnos en los adelantamientos la practicábamos mucho los redactores de la revista Autopista, Automóvil y Autofácil, hace siglos ya, cuando viajábamos con varios coches juntos, tanto fuera en una presentación como en una prueba comparativa. Viajar en grupo, ayudándonos los unos a los otros, era un placer soberano.

Lo bueno es que no hace falta conocerse para ayudarse. Y, cuando ayudas a los que están alrededor en la carretera, la seguridad con la que circulas mejora notablemente para todos los implicados.

Recuerdo en un viaje que ligué a distancia, de un coche a otro, sólo con ayudas. Yo viajaba por detrás, conocía muy bien la deliciosa carretera (ahora autovía), plagada de curvas, y le indicaba con los intemitentes a la conductora que viajaba por delante de mí cuándo podía adelantar y cuándo no. Ella, que me la acababan de presentar para irnos un grupo de amigos de viaje y sin que lo hubiéramos hablado previamente, entendió pronto mis indicaciones y me hacía caso inmediato. Pasaban los kilómetros y la compenetración era cada vez mayor. Paramos a repostar después de doscientos kilómetros, también con una indicación del intermitente. En aquella época no había móviles. Cuando paramos, ya estábamos enamorados. O casi.

Salir de la versión móvil