Hace dos semanas, ciudadanos que se llaman de izquierdas, de toda Europa, celebraban el NO en el referéndum griego. Yo me preguntaba y les preguntaba a mis amigos de izquierdas qué es lo que celebraban. Nadie sabía qué significaba aquel NO. Sólo los griegos habían votado que NO. ¿Alguien en el resto de Europa iba a ser compelido por ese NO? Lo decía entonces, y lo recuerdo ahora: «parece que celebren el NO como celebran un resultado de un partido de fútbol. Celebramos el resultado, aunque no sepamos qué significa». (Eso pasa en el fútbol. Se celebran resultados que no tienen ningún significado).
La izquierda europea creía en el resultado. «Ha ganado la democracia» se leía por todas partes. Si hubiera ganado el SÍ, que tampoco tenía ningún significado, la democracia habría ganado exactamente igual. (En realidad la democracia ha perdido mucho con este referéndum. Democracia no significa votar. Democracia significa votar bien informado y con un significado de voto claro. Con este referéndum la democracia ha perdido muchísimo, porque ha contribuido a confundir democracia con pantomima)
Hoy, dos semanas después, se ha visto que el NO de los ciudadanos griegos no servía para nada. De tan poco ha servido que ni Tsipras lo ha respetado y ha aceptado una propuesta mucho peor que la de hace 15 días. La falta de significado de ese NO se ha impuesto.
Pero vivimos en un mundo en el que la izquierda es creyente y cree que con sus plegarias puede cambiar la realidad. Cree que con un referéndum de una parte convencerán al resto del mundo de que hagan lo que ellos quieren. Creen que con una ley que encarece el despido, conseguirán evitar los despidos. Creen que con mayor deuda, conseguirán aumentar los recursos. Creen que imprimiendo papelitos, aumentará la riqueza. Creen y creen. Igual que unos creen en el paraíso después de la muerte ellos creen que el paraíso es posible en la tierra.
No quieren aceptar que hay limitaciones físicas y que el ser humano es como es. Y creen que con sus «buenos deseos» el ser humano dejará de ser codicioso, envidioso y acaparador. Y ellos mismos, que sienten tanta envidia del rico, no son capaces de mirar a otros países para darse cuenta de que los ricos somos todos nosotros. Aun así, aunque seamos los ricos y seamos de izquierdas, cuando en países paupérrimos compiten a puro riesgo, por tres monedas sin valor, sin sanidad pública, en condiciones que aquí nos darían pavor, sin seguro de desempleo, sin pensiones… les acusan de «dumping social».
¿Pero no se trataba de repartir la riqueza? ¿Qué mayor desigualdad existe en el mundo que la diferencia de renta per cápita entre los países ricos y los pobres? ¿Qué autoridad moral tenemos para exigir a los ciudadanos más pobres del planeta que primero instauren un «Estado del Bienestar» antes de atreverse a competir con nosotros?
La izquierda, no solo en España, está empeñada, tiene fe, en que gastando más, que con mayor déficit público, la economía crecerá más y todos viviremos mejor. También está empeñada en que la austeridad beneficia a los ricos. Si ninguna argumentación clara de por qué los beneficia. Dogma de fe. Tiene fe en la economía, como muchos tienen fe en la homeopatía. No hay evidencias científicas que prueban nada, porque no se puede comparar a la vez, en el mismo país y en el largo plazo, qué hubiera ocurrido con dos políticas económicas diferentes. Pero ese halo de milagro, de misterio, encaja con esa espiritualidad liberadora de la izquierda, que busca recetas mágicas que, con poco esfuerzo, permitan mantener «ese modelo social tan preciado», en palabras de Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía.
En una reciente exposición de los responsables económicos de los principales partidos políticos, Nacho Álvarez, representante de Podemos, hacía un diagnóstico certero: «Para crear empleo, las empresas tienen que tener pedidos». Estoy seguro de que casi cualquier ciudadano con un poco de sentido económico está de acuerdo con esta afirmación. La cuestión es cómo se consiguen esos pedidos. En Podemos lo tienen claro: «incentivando la demanda». Y ¿cómo se incentiva la demanda? Con gasto público, con déficit y con deuda.
España tiene una larga tradición de elevados déficit públicos (y durante la burbuja inmobiliaria también tuvo grandes superávit que permitieron reducir momentáneamente la deuda). Este sistema de estimular la demanda con «gasto público» ha tenido la consecuencia nefasta de convertir la economía española en «economía suflé», como la definió un día el inolvidable Luis Ángel Rojo, maestro de economistas en España y gobernador del Banco de España.
Cuando se incentiva la demanda de forma artificial, las empresas crecen también de forma antinatural e ineficiente. Un auge artificial de la demanda obliga a crecer de forma precipitada para satisfacer los pedidos. En lugar de crecer porque la empresa es más eficiente, porque mejora los procesos y porque investiga en nuevos productos para competir en un mercado difícil, crece desordenadamente por una demanda inmerecida, que no proviene de una mejora de la economía basada en mayor capacidad para competir, sino en un dinero de mentira, que, al contrario, reduce la capacidad de competir.
De esta forma, cuando el suflé se deshincha, porque siempre se deshincha cuando el crecimiento es tramposo, hay que despedir a más personal del que se contrató durante el periodo de auge, por lo que de cada una de estos ciclos de sube y baja se sale peor de lo que se entró, con menor número de afiliados a la seguridad social. Es un efecto perverso para nuestra economía, que destruye capital, que destruye riqueza, que destruye competitividad. Un ciclo que se ha repetido demasiadas veces en España y que ya no aguanta más zarandeos.
Pero la izquierda cree. Cree que, en un mundo en el que hay familias que están dispuestas a poner a trabajar a sus hijos de nueve años y de menos porque necesitan trabajar todos los miembros del grupo familiar para poder sobrevivir, en un mundo donde se compite sin garantía ni seguridad alguna, donde se asume el riesgo de ir a trabajar sin seguro de ningún tipo, nosotros, por nuestra cara bonita, vamos a poder competir con una idea tan buena (qué listos somos) y tan fácil como darle a la máquina de imprimir dinero.
Durante muchas décadas, en occidente hemos tenido el monopolio del petróleo, de los medios de producción y de las materias primas. Hemos vivido mejor que nadie. Ha sido así por distintos motivos. Pero se ha acabado. No somos ni más listos, ni más trabajadores, ni más fuertes que nuestros competidores. No hay ningún motivo por el que podamos mantener nuestros privilegios. Ya no tenemos ni un solo argumento que permita mantener esta desigualdad con el resto de los ciudadanos del mundo.
El incremento del gasto ha funcionado en épocas en las que era factible derrochar energía, ser ineficiente, porque el petróleo daba riqueza a raudales y la repartían entre pocos. Que aquello funcionara no significa que sea una verdad inmutable. En España, de hecho, llevamos varias décadas de suflés sucesivos.
Tenemos que asumir que no hay solución fácil. Que el mundo no nos beneficia por naturaleza. Que podemos morir muchos de hambre y pasar frío. En otros muchos países del mundo ocurre. Nosotros no tenemos ninguna varita mágica y cuantas más burbujas generemos, más rápidamente llegaremos a ese punto de pobreza.
Necesitamos un crecimiento basado en la oferta y no en la demanda. Un crecimiento basado en mejoras de la competitividad y la eficiencia. Un crecimiento que no esté basado en «medidas de economistas magos» sino en el esfuerzo de mejora continua. Tenemos que invertir y no gastar. Invertir en educación y en ciencia es primordial.
Me duele la pobreza. Pero no existen fórmulas mágicas para acabar con ella. Si queremos acabar con ella, tenemos que asumir primero la realidad física del planeta y la condición humana. No podemos acabar con ella, en el caso de que exista la posibilidad, con conjuros facilones y buenos deseos.
Lo peor que podemos hacer para ayudar a los más necesitados es engañarnos. Trabajar consiste en transformar energía de forma eficiente para ponerla al servicio del consumo humano. Cavar una zanja para volver a taparla puede dar empleo, pero no tiene nada que ver con el trabajo. Ese empleo genera pobreza. La eficiencia es imprescindible, porque hablamos de recursos escasos, que es la materia prima del factor económico. La escasez de recursos es el único problema de este mundo superpoblado.
Llevamos demasiado tiempo con planificaciones a corto plazo y a cada paletada que damos nos hundimos más. Las bases de una economía saneada no están en el Ministerio de Economía, sino en todo el entramado de la sociedad que permite una transformación eficiente de los bienes y productos: educación, investigación y desarrollo, justicia, seguridad jurídica, legislación laboral, sanidad, gestión energética…
Las medidas del Ministerio de Economía son secundarias. Si nos empeñamos en convertirlas en la clave de nuestro crecimiento, estamos condenados al fracaso.