Extraigo dos párrafos de un extenso artículo de Carlos E. Cué publicado en el diario El País. «Horas difíciles para la monarquía«.
Los traigo aquí para hablar de negocios y economía, no del Rey, aunque le toque tangencialmente. Los párrafos son los siguientes:
«El Rey sigue suponiendo un enorme capital político para España. No solo por su experiencia, sino sobre todo por sus contactos, labrados en casi 40 años de relaciones internacionales. Y por sus vínculos con monarquías que, al contrario que la suya, sí gobiernan y controlan los negocios de países clave, especialmente los árabes. Su papel ha sido fundamental en el estratégico contrato que un grupo de empresas españolas acaba de cerrar para construir el AVE Medina-La Meca, donde su influencia y la del Gobierno español competían con la de Nicolas Sarkozy. Son cuestiones que no llegan al gran público, pero que en el mundo del poder son bien conocidas.»
«El presidente de una gran compañía recuerda que “los grandes empresarios, sobre todo, le suelen pedir que interceda para allanar la expansión en el exterior o el camino para la consecución de contratos. Por tanto, que se debilite la figura es malo para la empresa española. (…)”. Otro señala que quizás debiera “explicarse más” las gestiones que hace para que las valore la ciudadanía. Varios de los consultados están muy preocupados por la posibilidad de que el Rey se desprestigie y deje de funcionar como un mecanismo para abrir puertas empresariales. Todos citan el reciente contrato del AVE en Arabia Saudí como un ejemplo claro, tanto que algunos señalan que fue a la cacería precisamente como gesto hacia quien facilitó el contrato.»
Estos dos párrafos reflejan con pulcritud una forma de hacer negocios que impera todavía en España. Una forma que yo resumo en el sistema comercial de «puro y putas». Un sistema de ventas arcaico y muy perjudicial en una economía moderna y abierta. Un sistema en la que los negocios y las ventas se forjan en el entendimiento o amistad personal, en hacer la pelota, en reírle las gracias al otro, en compartir juergas y no en el interés de los accionistas de la empresa que compra.
No soy capaz de cuantificar cuántos contratos y acuerdos he perdido por no reírle las gracias al responsable de compras correspondiente. Pero no quiero llegar ni a un sólo acuerdo por caerle bien a nadie o por hacerle la pelota. Estoy seguro de que a largo plazo ese sistema comercial antiguo es perjudicial para mi empresa y para el conjunto de la economía.
¿Cuál es el coste de oportunidad de confiar para las ventas en un comercial gracioso, capaz de seducir al comprador con sus encantos en lugar de con las cualidades del producto que vende? ¿Cuántos contratos de 500 millones se pierden a cambio de conseguir un contrato de 6.000 millones?
Para la economía española es nocivo tener un Rey comercial capaz de conseguir contratos de 6.000 millones de euros por sus monerías. Necesitamos una economía que sea atractiva para la mayoría de consumidores porque es competitiva, porque nuestros productos y servicios interesen por sí mismos, por su relación entre calidad y precio.
Ese Rey que «allana los caminos» destruye valor en lugar de crearlo. En España confiamos la competitividad de muchas empresas en la «chabacanería» de nuestros comerciales, en los acuerdos de favor, en los intereses ocultos, en la socarronería compartida. En definitiva, en un sistema comercial obsoleto, que no funciona fuera de nuestras fronteras (salvo en países específicos) y que es muy perjudicial para nuestros intereses. Los empresarios que pretendemos ser competitivos sin chocarrerías, los que peleamos cada día por tener productos de calidad con costes que nos permiten competir a precios de mercado, aborrecemos este sistema comercial en el que el amiguismo «allana los caminos».
Yo no quiero vender un producto. Yo quiero que el responsable de compras de la empresa a la que le ofrezco mi producto adquiera lo que considera mejor para su empresa y para sus accionistas, independientemente de sus simpatías y gustos personales. Eso es lo que yo entiendo por competitividad. Si otro tiene un producto mejor que el mío, que compren el otro, por favor. Ya me preocuparé yo de mejorar.
Por este motivo, nunca querré para mi empresa a un comercial que diga medias verdades, que se camele al director de compras y que le ría las gracias. Quiero vendedores profesionales, que conozcan el producto que venden y el de la competencia como nadie y que expliquen las ventajas y desventajas de todos. Un comercial que exija duramente y que dé ideas dentro de su propia empresa para tener un producto competitivo en un mercado que él conoce como nadie.
Y también quiero un comercial que dé un servicio impecable, que ese servicio también es parte del producto que vende. No quiero para mi empresa un comercial que se vende a sí mismo porque estoy convencido de que es perjudicial para un crecimiento sano y sostenido. Los regalos de unos a otros, las invitaciones más o menos obscenas, los secretos compartidos son un lastre insoportable para el crecimiento de nuestra economía. Como no lo quiero para mi empresa, tampoco lo quiero para mi país.
Al contrario de lo que dice el empresario que cita el artículo, que se debilite la figura de ese tipo de gestión comercial es imprescindible para España. Esas prácticas comerciales de hace dos siglos están caducas, aunque en España parece que no queramos darnos cuenta. El Jefe del Estado tiene que servir para que las estructuras de ese Estado sean competitivas de forma autónoma. Su principal preocupación en este sentido debe ser que las empresas no lo necesiten a él para competir en el mundo. Da igual que sea rey o presidente de la república. Su función nunca puede ser la de un comercial que allane caminos.