Hablo de memoria y no estoy seguro de las fechas. Si no me equivoco, los hechos que voy a relatar ocurrieron en verano del año 1990. Fuimos a Lérida a participar en una bajada de río estrambótica, en la que cada «tripulación», con la embarcación más disparatada que fuera capaz de construir y con los disfraces o vestimenta que le parecieran más divertidos, bajaba por el río desde una salida hasta una llegada.
No recuerdo («canta, oh memoria, la cólera de Aquiles, el pélida») si se trataba de la Transsegre que ha llegado hasta nuestros días, que se acerca ya al cuadragésimo aniversario, o si era un evento festivo paralelo. Supongo que hablo de la Transsegre.
Entre los seis amigos alquilamos una furgoneta, metimos en el interior nuestro enorme flotador hinchable, y nos fuimos hacia el norte de Lérida un viernes por la tarde, después de trabajar.
Inconsciente en el mejor de los casos
Tras la cena, ya cerca de nuestro destino, mientras conducía por una carretera secundaria, veo desde mi asiento un cuerpo en la cuneta del lado iquierdo de la carretera. No se trataba todavía de una carretera de montaña, por lo que había buena visibilidad hacia adelante y hacia atrás. Freno en seco, aviso a mis amigos de que he visto un cuerpo en la cuneta, detengo la furgoneta en el lado contrario de la carretera, pongo los intermitentes, bajamos y encontramos a una chica muy joven, inconsciente en el mejor de los casos (espero que inconsciente), tirada en la cuneta. A primera vista, no tiene magulladoras.
Rápidamente te pasan miles de preguntas por la cabeza, pero no te preocupas por responderlas, porque es imposible.
La tumbamos en la segunda fila de asientos, nos apretamos en el resto de la furgona, yo sigo a los mandos, y al cabo de no mucho tiempo encontramos un puesto de socorro en la carretera, como en mitad de la nada. Esos puestos de socorro, que creo que pertenecían a la Cruz Roja, ya no existen. Eran, más o menos, una base de ambulancias, situada en puntos estratégicos, para llegar antes a los lugares en los que se producían accidentes. En 1990 no existía internet, no existían los teléfonos móviles, bueno, sí existían, pero nadie teníamos un teléfono móvil, y el tiempo que se tardaba en atender a las víctimas de los accidentes era una de las principales causas del elevado índice de mortalidad.
En aquel entonces, para avisar de un accidente, primero había que llegar a una cabina de teléfono y encontrarla podía llevar horas, en el peor de los casos. El mundo ha cambiado tanto y aparentemente con tanta naturalidad.
Con la juerga a otra parte
No recuerdo si encontramos ese puesto de socorro a los diez minutos o a la media hora, pero se me hizo corto. La cosa es que dejamos a la chica en el puesto de socorro, en manos del socorrista que había allí, y nos fuimos tan campantes. Algo así como «misión cumplida».
¿Una mujer tirada en una cuneta, medio muerta, y no hacemos nada más que llevarla a un puesto de socorro? ¿De verdad estábamos bien de la cabeza? ¿No nos quedamos a acompañarla porque al día siguiente vamos a participar en un descenso grotesco por un río? ¿Pero qué teníamos en la mollera?
Ninguno de nosotros le dio más vueltas. Nos fuimos con nuestra juerga a otra parte, dejamos a la chica jovencísima en el puesto de socorro y nos largamos a disfrutar. O pretendidamente a disfrutar, porque estas cosas tan graciosas normalmente no tienen tanta gracia.
Supongo que vi a la chica porque iba alto en la furgoneta y porque ella iba vestida de blanco. Treinta años después me duele en el alma haber sido tan salvaje de dejarla sola. El socorrista estaba trabajando, supongo que la llevaría a un hospital, la dejaría allí y se marcharía de nuevo a hacer su trabajo. ¿Y nosotros? ¿Teníamos algo mejor que hacer en esta vida que preocuparnos por un ser humano que encontramos tirado en una carretera, medio muerto?
Yo, al menos, no tenía nada mejor que hacer. Estaba de fin de semana festivo.
No llegó sola
Hace más de 20 años que no veo a nadie de aquel fin de semana. Cuando nos volvimos a ver, nunca más hablamos de aquella chica que espero que ahora sea una mujer sana y feliz de unos 50 años.
Hay muchas cosas que he hecho en esta vida que hoy me gustaría hacer de forma diferente. Hay algunas que entiendo que las hiciera como las hice. Acepto mis limitaciones (qué remedio). Las reconozco y las acepto. Mi hermana, médico, lo llama malparidosis congénita, que está bien, porque parece que te quita responsabilidad.
Pero en mi malparidosis congénita, conocida y aceptada, no me reconozco de ninguna manera en haber dejado sola a esta mujer joven en el puesto de socorro. Como si yo en esta vida estuviera para cumplir, para hacer lo mínimo imprescindible que me obliga mi moral o mi educación. Como si yo no fuera inmensamente feliz cuando cuido a quien necesita cuidados, sin mayor recompensa que mi felicidad. ¿Qué me pasó aquella noche? ¿Era todavía más tonto de lo que recuerdo?
De las preguntas que se te pasan fugazmente por la cabeza desde que ves el cuerpo en la cuneta hasta que te olvidas del asunto sólo tengo una certeza. Esa mujer no llegó sola hasta allí. No había ninguna población cercana. O ella se bajó de un coche «voluntariamente» en estado mental lamentable o alguien la obligó a bajar de un coche. No era un lugar en el que nadie se pudiera quedar voluntariamente en plenitud de facultadoes, ni siquiera alguien en buena forma física.
Qué especialmente difícil y dura es la vida para algunas personas.