La semana pasada tuvo lugar el XVIII Congreso de periodismo digital de Huesca. Acudí como todos los años con la intención de aprender.
Ha sido un Congreso peleado. Me he peleado delante y detrás del micrófono para que terminemos con esta locura absurda de malbaratar nuestra audiencia a base de multiplicarla por infinito.
Es una guerra suicida. ¿De verdad sirve de algo una audiencia que se consigue con vídeos de gatitos ronroneando, mujeres que muestran y esconden, hombres que esconden y muestran, coches que chocan y cochan, periodismo sin sentido, caídas de ida y vuelta, memes de quita y pon, virus en imágenes para los que no hay vacuna. En definitiva. Audiencia de bote barato.
Conseguir audiencia con estas técnicas ilustradas requiere tanto esfuerzo como beber agua. Poner chucherías en las portadas, cacahuetes para los monos, está al alcance de cualquiera. Si luchamos por ver quién hace el periodismo más fácil, si la única dificultad consiste en encontrar el cacahuete más verde y más rojo, nuestra profesión está muerta.
¿A quién le sirve? No tengo ni idea. Quizá a corto plazo resulte aparente, pero a medio plazo me parece ridícula.
Esta lucha por la audiencia no creo que le sirva ni a los anunciantes, que son quienes la han inducido, ni a los medios ni a los lectores. Parece tan absurdo en un medio como internet en el que se mide cada impresión publicitaria por separado que se valore la cantidad en lugar de la calidad. Pues no. Los anunciantes, a través de las agencias que gestionan sus presupuestos, piden más y más audiencia sin que nadie pueda explicar racionalmente sus motivos, salvo el de la comodidad de pensar poco.
En Huesca no he parado de decirlo. He pedido a todos que suban los precios que cobran por la publicidad, que den valor a su audiencia que, cuanta menos tengan, más valdrá. He gritado que menos es más. Pero los periodistas no se encargan de los cuartos y quienes se encargan de los cuartos no se encargan del periodismo. Venden impresiones publicitarias, aunque sea en el papel del wáter. Si sólo lo hiciera uno, podría tener sentido. Pero que la obsesión de todos sea la misma da mucho miedo.
De toda la vida han existido El Caso y The Economist. Espero que esa locura por convertirnos a todos en El Caso sea reversible. Tiene muy mala pinta.