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El chófer de… Jake Shimabukuro

Gracias a Skoda, que patrocina el Festival de Jazz de San Sebastián, consigo hacer de chófer para la organización durante un día. Me citan a las 15:30 en el Teatro Victoria Eugenia. Llego con dos horas de antelación para ver qué rutas tengo que aprenderme y saber exactamente a qué horas tengo que llevar y traer a músicos. Aparco el Roomster que me lleva hasta San Sebastián en la Plaza Cataluña y camino hasta el teatro. Cuando cruzo el puente, al lado del Kursaal, me siento como si fuera a una entrevista de oferta de empleo.

Sé que soy un pesado, que me gusta cuidar los detalles, que llego muy pronto (¿demasiado?) para aprenderme las rutas y hacer mejor mi trabajo, para que me adjudiquen el coche y conocerlo. Quiero ser el mejor chófer, pero eso puede ser una pesadez para una organización que lo que necesita es gente que resuelva y no moleste. Estoy intranquilo porque no quiero molestar y que piensen «Éste de Madrid, que viene a hacer de chófer sin conocerse las calles, para hacer un reportaje. ¿Qué querrá?. Y encima nos da la lata dos horas antes de la hora convenida».

Llamo por teléfono cuando llego a la puerta del teatro y Asier, que va a ser el encargado de darme las instrucciones y adjudicarme trabajo, me dice que pase por la oficina de la planta baja para acreditarme. Me tienen que hacer una foto y darme la acreditación. En la oficina, Mikel, que tiene un sobre con mi nombre, está enterado del asunto y me trata con cordialidad de colega. Alivio. Me hace dos fotos para que elija la que prefiera y me dice que suba a la oficina, que de vuelta tendrá preparada mi acreditación. (Aquí colgada de la barandilla, con la zona de conciertos de la playa al fondo)

Arriba en la oficina, más alivio. Todos me saludan con cordialidad, Asier me da las instrucciones y me adjudica la tarea de llevar a las 19:15 a Jake Shimabukuro. Tengo que llevarlo desde el hotel Costa Vasca hasta el Kursaal. Son cuatro personas. Me dan las llaves del Octavia Combi (familiar) que me corresponde y me dejan la posibilidad de que vaya de apoyo a otros transportes en los que haya muchos músicos. Me señalan en en color amarillo varias opciones en un planillo y me «echan» a la calle con planos, instrucciones y teléfonos de los lugares en los que debo dejar a los músicos para los conciertos, dónde tengo que recoger y aparcar el coche cuando termine y todo lo necesario para que me espabile con un poco de estudio de los papeles. Perfecto. Me da tiempo para ir a comer a la zona vieja con unos amigos de Madrid que están en San Sebastián. Ellos han venido al Festival y conocen a los músicos mejor que yo (que no sé nada). Estudio con ellos el planillo para que me den recomendaciones de a quién puedo llevar.

Vamos directamente al Txepetxa, para tomar unos pinchos y chacolí. Bebo un sorbo de vino y luego agua. Tengo la responsabilidad de que actúen los músicos a los que debo transportar. No puedo chocarlos. (Mis amigos se ríen de mí con bromas de chófer borracho). Los pinchos están muy buenos, pero ya no disfruto de la comida. Estoy ansioso por aprenderme las rutas, conocer los puntos exactos en los que debo recoger y dejar a mis músicos. Me voy, después de comer unos pinchos riquísimos.

El coche no tiene navegador y utilizo el GPS de mi Blackberry, con Google Maps, que me lleva por calles de San Sebastián que desconozco. Doy varias vueltas a causa de las obras y, aunque he salido con tiempo, cada vez me acerco más a la hora límite. Se cumple la hora cuando estoy cerca del hotel, ya es la tercera vez que pregunto. Todos me dicen que está aquí al lado, pero estoy metido en una urbanización de la que no consigo salir. Finalmente llego a una rotonda buena y un motorista me indica perfectamente. Entro en el aparcamiento del hotel con tres minutos de retraso. Mal. Aun así, faltan siete minutos para la hora de cita con los músicos. El resto de conductores está tranquilo. Bien.

Me presento a los conductores que esperan. Todos saben quién soy, por qué estoy ahí. Les digo que no conozco el recorrido y que les sigo. Todo perfecto. Suben tres componentes de la Orquesta a mi coche y en la primera rotonda, el que va en el asiento del copiloto me indica hacia abajo. Le hago caso, en la dirección equivocada.

Al salir del aparcamiento del hotel, en la máquina para cancelar la estancia, me dice todo el rato: «Déle la vuelta a la tarjeta». Le doy la vuelta arriba y abajo tres veces, siempre en la dirección de la flecha, hasta que decido introducirla en sentido contrario al indicado por la flecha. Se abre la barrera, pero cuando salgo mis colegas conductores ya han desaparecido. No sé ni siquiera a dónde tengo que ir. En el planillo pone destino: «VEA». ¿VEA, qué será VEA? En la rotonda por la que me meto en sentido equivocado, en la que soy consciente de que voy mal en el mismo instante en el que obedezco a mi copiloto músico cubano, porque por ese camino salimos hacia las afueras de San Sebastián, tengo un momento de lucidez. VEA es Victoria Eugenia. Teatro. donde he tramitado la acreditación. Ya sé dónde tengo que ir.

Le digo que por ahí no es. «Sí, por donde va ese coche», me contesta. Había confundido el Octavia que salió por delante de nosotros del hotel con un Volkswagen Passat de color casi idéntico. Tengo que seguir el camino por el que he llegado al Victoria Eugenia esta mañana. No hay pérdida. Las indicaciones del Hotel María Cristina me ayudan. Llegamos al teatro sin novedad. Los músicos van relajados, hablando de sus cosas. Cuando llegamos al Teatro les pregunto si saben por qué puerta tienen que entrar. Me indican con precisión para llegar a la fachada opuesta del edificio. Hemos llegado sin novedad. Les ayudo a sacar sus trajes e instrumentos del maletero y se van hacia el teatro.

Estoy cerca del Kursaal y me acerco para conocer el punto en el que debo dejar a los músicos de mi ruta, a los que tengo asignados. Salen del mismo hotel, pero su concierto es en la Carpa Heineken, al otro lado del puente por el que he cruzado pensativo esta mañana.

Me acerco con el coche, veo qué caminos puedo utilizar para llegar y me pregunto si los coches oficiales del festival podrán utilizar el carril bus, porque hay un atasco considerable para llegar al punto en el que debo entregar los músicos a Ana. Las instrucciones de Asier eran claras: «Nunca se puede dejar solos a los músicos. Siempre se los entregas a una azafata y a a ti te los dará una azafata.» A mí me corresponde Ana, que está en el Kursaal. Antes de llegar con Shimabukuro tengo que llamarla que nos nos esté esperando en el punto de entrega. Ya tengo claro todos los pasos de mi trabajo. Me voy hacia el hotel sin GPS, recto, por calles cercanas al mar y llego con antelación suficiente para recoger a mi grupo.

Son cuatro, conmigo cinco. Tenemos que ir todos en el coche. Tres de ellos atrás. Se lo digo a Serena, la azafata del Hotel. No le preocupa nada. «Son pequeños. Caben bien. Todavía no han bajado de la habitación. Espérales por aquí.»

En el diario del Festival hay una foto de mi músico. Tiene aspecto de japonés. Tras unos minutos sale del ascensor una chica con aspecto oriental. Le pregunto. Ella es componente del grupo. La primera en bajar. Le ofrezco dejar su mochilón en el coche. No acepta. Está cómoda. Todos llevan mochilones. Ninguno quiere ayuda. El músico lleva un mochilón grande y una maleta amarillo chillón con forma de guitarra. Dentro, su guitarra. Por el tamaño, pienso en un timple canario. Una guitarra pequeña. No sé qué instrumento toca, pero veo que lo deposita con cuidado al fondo del maletero. Las mochilas, después.

Suben los cuatro al coche, dos de ellos con cuerpo oriental, delgado y pequeño, y otros dos con cuerpo occidental, alto
y corpulento. Se meten en el coche sin quejarse. Me sorprende el inglés de Jake Shimabukuro. Nunca he visto a un japonés que hable inglés rápido, sin su acento característico. Hablan rápido, con acento extraño (no de japonés) y no entiendo bien lo que dicen. No hay problema, me abstraigo y me dirijo hacia el Kursaal. El camino ya no es un problema, lo tengo todo controlado. Están hablando de comida sin gluten y en un semáforo me preguntan si es habitual la comida sin gluten en España. «No estoy muy seguro, pero sí he visto un cartel en vuestro hotel que anuncian desayuno sin gluten. Sólo tenéis que decirlo en la recepción». De casualidad, me había fijado en ese cartel durante la espera. «¿Y para cenar hoy?», me pregunta el copiloto, que es el road manager. «No lo sé. Hablo con la organización y les digo que tengan previsto un menú sin gluten». Doy por sentado que basta con uno. Les pido un teléfono para confirmarles cuando lo tenga resuelto, me lo dan y me lo agradecen.

Llegamos al Kursaal. Se los entrego a Ana y todos se despiden con mucha atención. Jake Shimabukuro me da la mano, me da gracias por ocuparme del menú sin gluten, agarra su mochila y su maleta amarilla para guitarra pequeña y se va. El resto del equipo también me da la mano, con afecto incluso. Son muy detallistas. Decido aparcar el coche e ir a su concierto, que es gratuito. Puedo hacerlo. Mi única obligación es recogerlos tres horas más tarde.

A mitad de concierto recibo un sms: «Gracias por traer a todos o parte de los buenavista social club. El concierto fue estupendo 😉 «. Qué sms más chulo. Me siento importante en mi trabajo de chófer. Gracias. A mis amigos les ha gustado el concierto al que yo he contribuido.

El éxito del concierto de Jake Shimabukuro es total. La carpa rebosa de gente entregada, que aplaude con ganas cada uno de los temas interpretados por Jake. En ese momento recuerdo que el coche me preocupaba más por la maleta amarilla, por el ukelele, que por la comodidad de los ocupantes. Pensaba todo el rato en la maleta amarilla cada vez que tocaba el freno. Como si lo importante fuera el ukelele y no quien lo toca. Mi obsesión al conducir era que el ukelele no se moviera ni se golpeara.

El concierto es un exitazo. Le envío otro sms a Mark, el manager del equipo, al que ya le había confirmado que un menú sin gluten estaba previsto por la organización. «Estoy a vuestra disposición. Si queréis volver antes o más tarde al hotel, sólo tenéis que avisarme». Me da las gracias, como siempre, en español. Me han preguntado durante el viaje cómo se decía muchas gracias y lo han aprendido. Jake Shimabukuru también. Lo dice muchas veces en el concierto. Los aplausos arrecian.

Cuando acaba, tengo otra hora libre. Éste trabajo está resultando muy relajado. Me voy a la playa con mis amigos, que hay un concierto gratis de Russian Red. Se hace de noche, la música suena agradable. «Si les hubieras hecho de chófer le tenías que haber avisado (a Lourdes Hernández, la cantante) de que se pusiera otros pantalones», me dice mi amiga con una sonrisa. Me conoce bien. Me hubiera gustado poder hacerlo, para intentar que estuviera todavía más guapa.

Dejo la playa, con el Kursaal iluminado de noche a buscar a mis músicos a la hora convenida. Están cansados, no durmieron la noche anterior. Los llevo al hotel directamente. Ahora llevamos el maletero más lleno porque llevamos dos grandes maletas con CDs y camisetas para la venta tras el concierto. Han vendido poco para lo que esperaban, habida cuenta del entusiasmo y del llenazo de público. Les compro una camiseta y un CD. Porque me apetece. Se empeñan en regalármelos. Me niego. Se lo devuelvo, pero lo quiero. Finalmente, aceptan que les pague.

(En el CD está la canción que se llama Five Dollars Unleaded. Está inspirada en el ritmo de un coche en tres momentos: la alegría de cuando tiene gasolina, la calma a medida que se le va acabando y vuelta a la actividad plena justo después de repostar. Ya hay motivo para hacerles de chófer en km77.com)

De vuelta al hotel, se quedan extasiados con la bahía. Se ponen a hacer fotos desde el coche en marcha. Paro en el paseo con los cuatro intermitentes encendidos en un lugar en el que no se puede parar pero que tiene visibilidad suficiente. Se bajan todos a hacer fotos. Yo quiero hacérsela a ellos, pero no puedo. No puedo olvidar mi lema: «Soy mejor chófer que periodista.»

Ya en el hotel, Jake me da un abrazo cariñoso y me da las gracias de nuevo por haber conseguido el menú sin gluten para alguien de su equipo. La organización ya lo tenía previsto, así que el agradecimiento es para ellos. «¿Nos vemos mañana?» pregunta la chica que va con ellos. No puede ser, mañana ya no estoy en San Sebastián. He venido sólo para unas horas.

No les basta con su abrazo cariñoso. Jake y la chica se quedan en la puerta del hotel para decirme adiós con la mano mientras me voy con el coche. Increíble. Me voy contento. (It’s been a great pleasure driving for you, guys!!)

Al día siguiente, por la noche, recibo otro sms, camino ya de mi inolvidable fin de semana en la playa: «Acabamos de ver a tu músico hawaiano y es fenomenal!! Toca el ukelele como una guitarra española«.

Me alegro de que el ukelele siga sonando bien. Al meterlo en el maletero de regreso al hotel, encima de las maletas grandes, le di un golpecito con una bolsa a la maleta que Jake trata con tanto mimo. («El ukelele es parte de mi cuerpo» me había dicho antes, cuando le pregunté si quería que fuera dejando los bultos en el coche). No fue nada, pero me quedé preocupado. Le pedí excusas, que no le dio ninguna importancia al golpe mínimo. Su ukelele sigue sonando. Me voy feliz al sur.

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Gracias a Dani, Laura y María José, de Skoda, por facilitarme este reportaje. Gracias también a Iñigo, César, Asier y Mikel de la organización del Festival, por su ayuda. Y gracias a todos los músicos que se han subido en mi coche, por dejarse llevar.

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