No hemos roto ni un plato
Para clasificar a Enric González habría que incurrir en una contradicción. No voy a intentarlo. Para formarse una opinión sobre él, lean sus artículos y sus libros. Se los recomiendo. Para mí son un placer. Enric estudió economía y trabaja en el diario El País desde hace infinidad de años. Ha trabajado en la sección de economía, ha sido corresponsal en varios países y ahora es columnista.
Lo mejor para todos sería que él escribiera esta columna de hoy, como pago a mi trabajo de chófer.
Enric González lee el diario El País
Debería corresponderle a él porque viajó de San Sebastián a Barcelona como un pachá, repantingado en el asiento trasero de un Volkswagen Passat CC, acompañado de un amigo común. Cuando mi amigo preguntó “Moltó, ¿me pongo a tu lado?” le contesté: “No, poneos atrás”.
Los dos atrás, en el Volkswagen Passat CC, tenían que ir como reyes. Con la posibilidad de hablar sin elevar la voz y de comentar las noticias de los periódicos que les había dejado en el asiento para que pudieran leer durante el viaje. Sólo les pedí que Enric se pusiera al lado derecho del coche para verlo mejor por el retrovisor. Antes de subir al coche me pareció que dudaba un segundo, que no estaba convencido de subir en el asiento de atrás y de dejarme solo delante, de chófer. Como es periodista sabe que un reportaje es un reportaje y un chófer un chófer. Subieron los dos atrás, se pusieron el cinturón y salimos desde San Sebastián con destino Barcelona, por Pamplona y Zaragoza.
Mi trabajo de chófer consiste en conducir con la mayor suavidad posible, sin perderme (me perdí inexplicablemente a la salida de San Sebastián que ya me conozco tan bien) y en no molestar. La noche anterior fue larga (para ellos) y pensé que se quedarían dormidos sólo subir al coche, como les pasa a los niños con el primer run run. No ocurrió. Comenzaron a leer la prensa, a reírse de algunas noticias, comentaron titulares, enfoques, expresiones. Los dos conocen a muchos periodistas y hablaban de ellos, de sus novias, de sus aventuras, de sus fracasos. En fin, lo habitual. Yo no escuchaba. La música sonaba con suavidad y Enric se reía en muchas ocasiones con una sonrisa franca, abierta. No se durmió como los niños, pero reía como ellos. Me hacía feliz oírle.
—¡Moltó! ¿Y los Ferrero Rocher? —dice mi amigo de repente.
—¿Qué! —Le contesté yo, entre exclamación y pregunta. Lo de Ferrero Rocher me sonó a Rothschild, a familia rica, a por qué no hacía un reportaje de chófer de los Ferrero Rocher y en ese instante se me ocurrió que mi amigo me lo podría conseguir (pobrecillo). Una décima después me di cuenta de que se refería al anuncio de bombones. Ya era tarde.
Iban como pachás y querían bombones de verdad. En San Sebastián habíamos comprado un par de docenas de magdalenas (buenísimas, ahora lo sé) en la pastelería Izar, en la calle Mayor, 2, que según mi amigo son las mejores magdalenas de San Sebastián. Estaban en el maletero del coche e intentaron llegar hasta ellas a través de la trampilla que se abre en el reposabrazos central. La imagen por el retrovisor, los dos contoneándose y metiendo el brazo por la trampilla no era muy Rothschild. No llegaron. Yo las había dejado en la otra punta del maletero.
—Claro, el chófer coloca mal las magdalenas y ahora no llegamos a ellas.
—¿Paro?
—No, no.
A falta de comida, continuaron con el análisis de la prensa. Yo no escucho, porque soy chófer, pero sí pongo antención, porque soy periodista.
—Yo quitaría el color de los diarios. Las fotos en color envejecen muy rápido. Por la tarde, los periódicos parecen todos viejos— dice Enric.
Siento atracción por las personas que se cuestionan lo que no cuestiona nadie, que se fijan en los detalles que los demás no nos fijamos. ¿El color envejece antes que el blanco y negro? Pues sí, ahora que lo dices. ¿Ningún diario se plantea volver al blanco y negro? ¿No tendría sentido salirse del camino trillado por el que avanzan todos de la manita siempre?
—¡Moltó, no somos clasistas. Te dejamos que hables! Me ha dicho que quiere que le cuentes eso de los mercados financieros —le dice a Enric.
Pobre Enric, pienso yo, mientras intenta decir, así, en frío, sin venir a cuento, algo sobre mercados. Ya que arranca, empezamos una conversación entretenida, en la que hablamos sobre dinero, valor, ahorro, oro, deuda, inflación, tipos de interés, márgenes, competencia y trueque.
—La gracia del sistema económico actual es que no hay nadie que pueda entenderlo. Sabemos cómo hemos llegado hasta aquí, pero no sabemos dónde estamos ni hacia dónde vamos —sentencia Enric en una frase que me tranquiliza, porque yo no lo entiendo y me fastidia. Aunque entienda cada uno de los factores por separado, me pierdo en la interrelación entre ellos. Ahora, se convierte en una nebulosa que soy incapaz de descifrar.
Seguimos hablando y Enric suelta una de esas exageraciones que tanto me gustan: «Esa operación es el mayor error cometido en Europa desque Hitler invadió Rusia», pero yo soy chófer y no puedo oír de qué operación se trata. Ni me interesa.
Paramos a comer. Hablamos de Vargas Llosa, Larsson, Berlusconi, Prodi y Zapatero. Regresamos al coche. “Seguimos con el teatro” dice Enric y suben de nuevo al asiento posterior. Ponemos un nuevo CD de música y mi amigo me pide que suba el volumen. Lo subo “¡perfecto, Moltó!” y dejo de oír de lo que hablan. Lo bajo un poco y reparo en que un chófer nunca puede hacer eso. Vuelvo a subirlo. Les oigo de lejos hablar de cine, de películas que hacen llorar, de Meryl Streep, de Los Santos Inocentes, de animales.
Durante ese CD me imagino a Enric moviéndose entre las faldas de los cardenales del Vaticano para conseguir noticias cuando era corresponsal en Roma y por los subterráneos que relata en su libro “Historias de Nueva York”, mientras le veo pensativo a ratos mirando por la ventana.
Cerca ya de Barcelona volvemos a cambiar de música. Les oigo mejor. Enric habla de una teoría sobre la vida que me hace reír: “La gracia está en que no se caiga ni un plato de los del circo. Tener muchos platos girando sobre el palo. No tiene sentido hacer malabares maravillosos con uno solo. Lo divertido es tenerlos todos en marcha”.
Desde el retrovisor, Enric agita manos y brazos para avivar de nuevo el palo que se para. Su risa de niño llena la autopista. Sin romper un plato.