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Amigos

Aborrezco que me cuenten las películas y las novelas. No quiero saber nada de ellas. Ni siquiera quiero saber quién es el director o el escritor. No es fácil. No es fácil ir al cine sin saber nada de lo que vas a ver y no plantarte frente a un bodrio abominable. Para las novelas es imposible. Tienes que comprarlas y eso ya requiere mucha información.

Como me repugna saber algo de las películas que voy a ver y de las novelas que voy a leer, leo muy pocas críticas de películas antes de ir al cine, salvo en el caso de que me importe más lo que diga el crítico que cualquier película. Me pasa con Carlos Boyero. Me gusta leerlo, no me arruina las películas, aprendo y disfruto leyéndolo.

Tengo la maravillosa suerte de tener mala memoria y si alguien me cuenta algo sobre una película o sobre una novelo suelo olvidarlo. Pero por si acaso, intento no saber nada.

Otra de mis suertes es que tengo maravillosos amigos. Unos de ellos, me llevan al cine periódicamente. Me llevan como si fuera su hijo pequeño. Eligen la película, compran la entrada, me dicen la hora y quedamos.

No me importa ver películas malas. A veces nos ocurre. No me importa siempre que tenga algo de dignidad. Lo horroroso de ir al cine es que te ponen resúmenes de otras películas que llegarán en el futuro. ¿A quién le importa eso? No quiero verlos, pero como tampoco quiero molestar al resto de espectadores, me los trago.

Ayer mis amigos me llevaron a ver una película grandiosa. «Jack goes boating» es el título. En España la han titulado «Una cita para el verano».

Les recomiendo que vayan a verla. Si no les gusta, pueden odiarme para siempre. Podré soportarlo. Si les gusta como a mí, también podré soportar que me adoren como a un becerro.

Ya que les doy recomendaciones tan buenas, les voy a pedir un favor.

En nuestra fila, ayer, sábado 16 de agosto, en el pase de las 20:10, en los cines Renoir de Madrid, había una mujer vestida con unos vaqueros azules y una blusa blanca. Nos fijamos en ella porque se quedó hasta el final del último crédito antes de levantarse para salir.

Mis amigos y yo, para no molestarla, nos quedamos también hasta el último crédito (no entiendo esa costumbre de los cinéfilos, pero esa es otra cuestión).

La mujer, alta y delgada, salió delante de mí y se dirigió al baño. Nosotros salimos a la calle y al cabo de un rato nos adelantó. Estuve tentado de abordarla e invitarla a cenar con nosotros, para comentar la peli durante la cena, como hicimos nosotros.

No me atreví. Y no me atreví no por ella, que probablemente me hubiera dicho no gracias, pero que quizá me hubiera dicho sí gracias.

No me atreví por el riesgo de que fuera una mujer muy diferente a nosotros y de que nos fastidiara la cena, que con los buenos amigos siempre es garantía de disfrute. No hubiera tenido dudas si hubiera sabido que le gustó la película. Se quedó hasta el último crédito, pero eso no significa nada. Yo asumo el riesgo de que estas cosas salgan mal. Al fin y al cabo es solo una cena y si sale mal no es el fin del mundo. Pero ¿mis amigos están para asumir mis riesgos?

No lo sé. Se lo tengo que preguntar. Para la próxima vez.

El favor que les pido a ustedes es que si la conocen, a una mujer alta y delgada, con vaqueros azules y blusa blanca, que fue ayer al cine a ver «Una cita para el verano», de Philip Seymour Hoffman, y que se quedó hasta el final del último crédito, que le digan que le debo una cena.

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